- ¡Joder! ¡Estate
quieto!...siempre igual, ¡que pesado!- me gritaba mi hermana pequeña, con voz
gachosona y repelente, típica de una niña de once años, harta de gachas (como
decía mi abuelo). Yo me reía mientras seguía haciéndole los perrillos
(cosquillas).
Recuerdo, que solíamos
ir con los primos, a una cabaña abandonada en medio del campo. Allí nos
comíamos las sandías que habíamos robado, unos cuantos racimos de uvas a medio
a hacer y un par de melones, vamos, que nos poníamos las botas, vaya. Se
escuchaba en el ambiente música ochentera, ese tipo de música que a día de hoy
me sigue erizando la piel. Acordes de recuerdos...
Yo, que siempre he sido
un poco retraído, tímido, pero cansino, algo perezoso, y porculero, aun así me
limitaba a robar la materia prima para que se lo comieran los demás, me gustaba
mirar cómo los demás disfrutaban.
Y entre todas las chicas
habidas y por haber del pueblo, a mí me gustaba Melisa (pelusa le decía yo, pa’
dar por saco). Que chica, era tan distinta... No, ni mucho menos, no pienses que
era la típica niña de quince años, que va. Era fan incondicional de Alejandro
Sanz, su amor platónico como ella decía. Era algo destartalada, vestía ropa
(por llamarlo así) algo extraña, decía que iba a la moda, no sé. Iba siempre
con un pañuelo a juego con sus zapatillas, tenia de todos los colores. Yo
recuerdo, que el que más me gustaba era el pañuelo rosa con dibujitos de
zapatos de tacón blancos, que graciosa estaba con él. Melisa iba a la moda de
la ropa de mercadillo de pueblo. Era poco femenina, pero tenía una sonrisa... que
de verdad, tenías que verla, te iluminaba. Y no hablemos de su risa contagiosa,
se la oía a kilómetros de distancia, je je je. Yo por entonces era un chaval
de 14 años, harto de hacerme pajas mirando revistas guarras de mi hermano
mayor. No pienses mal, todos lo hemos hecho, incluso las chicas ¿o no? Bueno,
ellas no lo dicen, pero lo hacen.
Recuerdo que un día me
pilló mi padre en plena faena, y lo único que me dijo fue:
- Hijo, utiliza clínex
para limpiar después lo que manches- Dijo, como si tal cosa. A mí se me quedó
una cara de imbécil, me quedé más blanco que la “leche”. No sé por qué coño
tuve que contarles tal anécdota a los amigos, tuve la bromita del clínex para
rato.
Recuerdo, que mi vida
de chiquillo atontado y apollardao*, cambió con lo que pasó aquella noche, que
salimos, como de costumbre, a robar sandías.
Era una noche bastante
calurosa, creo que la más calurosa del año, era 22 de julio, mi cumpleaños. Ese
día me puse una camiseta bastante friqui, blanca y con el dibujo en el centro
del fantasma de la película Goshtbusters, me la habían regalado mis padres, era
mi película favorita por entonces. Recuerdo, que cogí mi bocata de tortilla de
patatas con queso, y me fui al parquecillo donde todos jugábamos hasta las mil
de la noche. Esa noche Melisa llevaba mi pañuelo favorito y me guiño un ojo,
como siempre. Estábamos todos y todas. Jugábamos al balón prisionero, a la
comba, al futbol, al escondite de flechas, contábamos chistes, nos metíamos
unos con otros, discutíamos y al momento nos abrazábamos. Todo iba bien, hasta
que llegó él, Jonathan. Crio mierda, me sacaba cuatro años y medio, pero
parecía tener diez menos. Siempre nos regañaban por su culpa los vecinos,
nosotros no solíamos molestar, al menos no con intención. Pero él llegaba con
los cuatro macarras que le acompañaban hasta pa’ cagar y cada noche nos liaban
una. El caso es, que no sé muy bien por qué, yo le caía bien. No me lo explico.
Bueno, esa noche, llegó
con sus amigos, y nos dijeron que si íbamos con ellos a robar sandías y nos
echábamos unas risas. Recuerdo que el cielo estaba totalmente estrellado, no sé
si por entonces serían las lágrimas de San Lorenzo, pero alguna que otra
estrella fugaz vi. Todos accedimos, menos mi hermana, le daba miedo, así que
ella se quedó con mis primas en el parquecillo.
Recuerdo como, conforme
íbamos subiendo la cuesta, que se perdía en el campo, la noche se tornaba más
oscura. Íbamos cantando canciones inventadas, de pueblo, de esas que cada uno
las canta a su manera, y donde la letra está llena de las tetas de Ramona o de
cualquiera, el conejo de la Loles, a saber...
La oscuridad me echó un
cable y Melisa, haciéndose la valiente, pero cagailla de miedo me dio su mano
temblorosa. Que linda era, se hacia la machorrilla* para hacerse un poco la
interesante, y lo conseguía, pero cuando de verdad era ella misma,
era...increíble, muy dulce.
Llegamos por fin a
nuestro destino, en mitad del campo, grandes hectáreas de tierra llenas de
sandías y melones, y en mitad del terreno una alberca con agua limpia. ¿Cómo
no? Nos fuimos directamente a tirarnos al agua, por supuesto que sí. Todos no,
Jonathan y los macarras se quedaron atrás robando, cerca de la caseta. Yo
estaba en el agua, intentando tirar a Melisa, era un sueño hecho realidad para
mí. Las hormonas revoloteaban alrededor de mi pene, agrandando el tamaño. Menos
mal que estaba oscuro, Melisa habría salido corriendo. No se metió al agua,
justo cuando ya la había convencido, se oyeron gritos. Nos acojonamos pero de
verdad. Oímos unos gritos de un hombre mayor y también de chicos, debían ser
Jonathan y los otros. Salimos todos del agua y fuimos corriendo, cuando de
repente oímos un disparo. Sinceramente, no me mee en los pantalones pero faltó
muy poco. Al poco de oír el disparo, oímos más gritos, que se confundían con
los nuestros haciendo eco en el viento. Y conforme salíamos del terreno, lo vimos.
Yo me quedé...no sé
definirlo, pero seguro que sin color en la cara. Ahí estaba tumbado, un cuerpo
inerte de uno de los chicos. Se llamaba Luis, era un macarrilla, amigo de toda
la vida de Jonathan. Tenía 13 años, llevaba siempre ropa heavy, con cadenas en
los bolsillos. Esa noche, las cadenas se tiñeron de rojo con su propia sangre.
Nunca, nunca en la vida, he visto llorar tanto a alguien como lloraba Jonathan
esa noche, estaba gritando y se había meado encima. El otro chico estaba como
yo, totalmente inmóvil. Melisa no paraba de gritar también, era horrible.
Con tanto grito el hombre
mayor que había disparado se acercaba corriendo hacia nosotros. Estábamos
acojonados pensando que nos iba a matar. Pero fue peor aun. Conforme se iba
acercando:
-ay madre mía, ay madre
mía señor, que no sea lo que estoy pensando, ay dios mío, ay dios mío- invocaba
mientras se acercaba corriendo.
No se me va a olvidar
jamás en la vida la escena. Cuando llegó el pobre hombre desesperado y vio en
el suelo el cuerpo del chico. Ni más ni menos, era su nieto. No os lo puedo
describir, el dolor más desgarrador, más profundo, más hondo, que yo sentí al
ver al pobre abuelo cogiendo a su nieto, gritando como un lobo, llorando como
un bebé.
- ¡Luisito! ¡Luisitooo!
¡Dios miooo! que he hecho, que he hecho dios mío, Luisito…- Luisito no contestó. Yo
realmente no solté ni una lágrima, ni una mísera lágrima, fui el único que bajó
corriendo los dos kilómetros para buscar ayuda. Pero, cuando por fin llegué a
casa para contar lo que había pasado, directamente me derrumbé. Me temblaban
las piernas, no me salía la voz, me sentaron, me dieron unas cuantas tilas,
pero nada. Tenía una desesperación tan grande que me pasé abrazado a mi madre
toda la noche hasta que el sueño me venció.
Es cierto, las cosas
que te pasan de pequeño te marcan muchísimo, y aunque los psicólogos digan que
ese tipo de cosas que te pasan en la vida, tan traumáticas, sólo forman una
pequeña parte de la evolución y el desarrollo de tu persona; sinceramente, ¡a
la mierda! No me hizo más hombre ser testigo de cómo un pobre abuelo, que vivía
prácticamente sólo en una caseta durante todo el verano, mataba por error a su
nieto. Sinceramente, eso no me hizo más adulto, pero me hizo valorar mucho más
las cosas.
Volví a jugar, claro
que sí, como siempre, con los de siempre. Pero, no sé, realmente ya no era nada
igual. Jonathan no volvió a aparecer por el parquecillo, y sinceramente, a día
de hoy, me acuerdo mucho de él, me pregunto cómo le irá. Es curioso, ese
desprecio que le había tenido siempre se había convertido, desde aquello, en
compasión.
Del abuelo, lo único
que sé es que lo tuvieron que ingresar unos meses en el hospital, sufrió unos
cuantos infartos, y nada, murió a los dos meses de aquello. Sí, infarto, yo
creo que literalmente se le rompió el corazón, pobre José.
Del resto de amigos sé
poco. Ahora ya no tengo 15, sino 36 años, no soy tan tímido, digo las cosas
como las pienso. Pero me sigo haciendo las mismas pajas, ¿eh? aunque de vez en
cuando echo algún que otro clavo con mi novia, llevamos 12 años juntos, la
conocí en la universidad.
¿Melisa? Ayyy mi
pelusa, como le decía yo. No, Melisa y yo nunca salimos. Le gustaba coquetear
conmigo pero siempre me decía la puñetera frase:
- es que te quiero mucho
como amigo, me caes muy bien, pero no me gustas- Me lo decía con esa voz
pasota, que me ponía aun más cachondo si cabe. No sé mucho de ella, creo que se
fue a un pueblo de Galicia con un chico, digo yo que se casaría, no lo sé. Lo
mismo un día de estos... le escribo.
Qué tiempos aquellos...
A día de hoy, soy treintañero más con más o menos suerte, con un trabajo
cualquiera y muchas cosas pendientes que, algún día, debiera resolver., y
siempre que termino de currar, me voy un poco a correr, por aquellos campos,
que me traen aroma de recuerdo dulce y amargo, empapados con canciones
ochenteras, olor a juventud. Y sigo corriendo... sintiendo el aire... sintiendo
la vida.
2 comentarios:
Vuelve la comatosa más creíble. Muy bueno aunque con algún momento...
habia que meterle ficcion...un pooquillo, bueno, ficción...ficción...pasó algo parecido pero lo he maquillao un poquillo pa darle mas emocion...jejejejeje.
Publicar un comentario