Encuentros


Siempre no dura para siempre

                          ***                      

Era una tarde de viernes, en pleno agosto. Estaba en casa porque había salido antes del curro. Llevaba ya un rato en el salón viendo la tele cuando el aburrimiento me levantó del sillón y me fui a dar un paseo. Vivía a unos cuantos metros de la Calle Encuentros, la zona de marcha. No tenía planes, todos los amigos estaban fuera de vacaciones con sus familias. Yo aprovecharía la semana para avanzar en el trabajo, en el mundo de la publicidad hay demasiada competitividad como para relajarse. Además así podría pasar más tiempo con Virginia y los críos, que la pobre siempre se queja de que tiene hermano pero como si no lo tuviera.
Mientras me perdía entre mis neuras mirando la cartelera en la puerta del cine, alguien me tocó la espalda.
- Perdona, ¿tenes hora?-
Antes de siquiera poder contestarle noté al mirarla una ligera presión infernal en la parte pensante de mi cuerpo.
- ¿Cómo? Ah, sí, claro. Son las ocho menos cuarto- Contesté titubeando.
- Hmm. ¿Qué tal si me invitas al cine?-
Lo que más me extrañó de la situación no fue que una joven totalmente anónima se autoinvitara al cine conmigo, lo raro era lo tremendamente buena que estaba. Su cabello rizado jugueteaba con el aire fresco, vaiveando* por sus senos, y éstos dejándose llevar por el clima, presumían erizados intentando atravesar el tejido de la camiseta de lycra.
Me pellizqué la pierna disimuladamente para comprobar que no estaba soñando. - ¿De verdad esto me está pasando a mí? ¿A mí?- Seis segundos pasaron cuando el sí mental explotó en mi boca a modo de respuesta tímida.
Esta noche no había salido para buscar amor de paga. Los sesenta euros de la mamada de los miércoles formaban parte de los ciento noventa que, gustosamente, había gastado para comprar los tres gramos de coca, reservados para el fin de semana.
Esta noche “la virgen del consuelo” había decidido presentarse gratuitamente. No me pregunté si era María o Magdalena, no me hizo falta. El movimiento felino de sus caderas y las curvas de infarto de su trasero me produjeron tal vértigo que tan solo me dejé llevar.
- Che, perdona, no me presenté, qué fallo. Mmm... Bueno, así será más interesante, ¿no crees? No tendremos nombres, al fin y al cabo tan solo son etiquetas y lo importante es la materia. Dejemos el protocolo a un lado, ¿Sí?
Le contesté con una mirada directa a los ojos, mientras ella, sonriente hacía una pompa de chicle de fresa. Desde ese instante supe quién llevaría el control de la situación y yo estaba deseando saber hacia dónde me conduciría esta historia.
De tez blanquita y proporciones ajustadas a su estatura de metro sesenta y tantos, la desconocida diosa, se había adueñado de mi voluntad y la de mi miembro con ese tórrido poder de seducción, dejándome sin aliento, sin palabras adecuadas, totalmente desprotegido e idiotizado.
Faltaban treinta minutos hasta el próximo pase, así que, decidimos pasar al bareto que había enfrente del cine.
Nos sentamos en la mesa del último rincón. Ella pidió Bloody Mary y yo cerveza. El bar estaba prácticamente desierto, había un par de abuelos jugando al cinquillo y el dueño deambulante por la barra.
Casi le había dado el segundo sorbo a la cerveza cuando vi que ella de un trago se terminó el vaso de tubo.
No hubo preguntas ni respuestas, ni agradecimiento. Se levantó de la silla y me retó con esos ojos verdes, mordisqueándose el labio inferior y se dirigió al servicio.
Por un momento, los cuarenta y dos años me pesaron y la cabeza de arriba frenó el deseo de salir tras ella y hacerla mía, pero, me pesó más la cabeza sobre las ingles, y haciendo una breve barrida de curiosidad hacia los allí presentes, me fui al baño.
Ahí estaba ella, desafiante. El olor a golosina que despedía su cuerpo se mezclaba con el olor a mierda del váter, haciendo aún más real el sueño que estaba viviendo.
El tamaño reducido de sus tetas y la mirada de niña segura la hacían parecer más joven, demasiado para mí. Quise pensar que pasaría de los dieciocho.
Comencé a notar como el sudor recorría cada parte de mi cuerpo, deshaciéndome con él de la inseguridad y del miedo de perder el mando. Sin más, ella, apoyada en el lavabo, decidió tirar la primera piedra introduciéndose una mano dentro de la falda mientras jugueteaba a mordisquearse un dedo de la otra.
Yo, perdido en sus muslos destapados, no sabía cómo continuar la partida, con tan solo la primera tirada, ella ya me llevaba ventaja.
De pronto, mi ego sobresalió impaciente por encima del pantalón, pero ella todavía no se había cansado de jugar. Me tapó los ojos con el pañuelo que llevaba anudado al cuello y empezó. Las muñecas, los dedos, la boca, la lengua. Me arrebató la camisa de un tirón con la furia típica de un tigre. Yo casi sin respiración noté el frio de la pared en la espalda, había conseguido arrinconarme. Siguió barriendo con besos todo mi cuerpo, hacia los pezones, la barriga, más abajo, más abajo aún, más aun... Todo mi cuerpo se impregnaba de saliva de fresa, mientras con acento argentino me susurraba -“¿Te gusta? ¿Queres más? ¿Hmm?- Yo no tenía manos, ni boca, capaces de competir con la fiereza sexual que desprendía al devorarme. Colérico y encendido me arranqué el pañuelo y antes de que pudiera agarrarla me quitó de un tirón el cinturón y me bajó los pantalones y los calzoncillos, todo de una vez. Sus risitas juguetonas se ahogaron en dos segundos con el tamaño de mi verga, dolorida de tanto aguante. Frenético, comencé a gemir como nunca lo había hecho, intentando no dejarme llevar demasiado por el placer, uf, uf, dios, que difícil. Mientras, ella me agarraba fuertemente el trasero con las manos, cambiaba de velocidad, despacio, deprisa, despacio, deprisa, hasta el fondo, por la punta, en sus labios, en su lengua, en su garganta...Los gemidos cada vez se hacían más elevados hasta que una mano porculera de un abuelo llamó a la puerta, diciendo que si me faltaba mucho  -Maldito cabrón inoportuno, me ha jodido el polvo- Pensé, mientras ella sonriente se limpiaba la boca con la manga de su camiseta y me pedía que nos fuésemos al cine a terminar lo que habíamos empezado.
- ¿Al cine? Vayamos mejor a mi casa, está a tres calles de aquí- Ella se negó, estaba demasiado caliente como para esperar. El cine estaba enfrente, así sería más morboso. No sé cómo me dejé convencer, pero accedí mientras mi pene se reducía por el susto.
Al salir del baño, sudoroso, acalorado y despeinado y con la camisa hecha polvo, el camarero me miró con una expresión como diciendo: “pero que cabrón con suerte”. Pagué las copas y salimos corriendo entre risas.
Las películas estaban empezadas desde hacía veinte minutos. Compramos las entradas de la sala 10, la película parecía un tostón, así que, no habría mucha gente viéndola. Cogimos el ascensor, teníamos que subir cinco plantas hasta la sala. Ella comenzó de nuevo a sobarme y a besarme descontroladamente. Yo había perdido la inseguridad hacía rato y le agarré fuerte del trasero mientras ella gemía y reía. Llegamos a la planta y yo ya llevaba el perchero del deseo a punto de estallar en el pantalón. Pasamos a la sala y nos sentamos en la última fila, casi no había nadie, dos o tres parejas creí contar. ¡Ahora sí! Era mi momento, yo movería ficha. Me senté, me desabroché la bragueta, agarrándola con furia y gimiendo la senté encima y ella se encendió aún más. La penetré sin previo aviso, tapándole la boca, mientras ella endemoniada por el deseo me mordía sin compasión los dedos. Una y otra vez la beso, le mordisqueo, quiero hacerla completamente mía, entrando y saliendo con fuerza, deprisa, despacio, jugando a su juego favorito, sintiendo el horno de su vagina hasta en los testículos, derrochando fluidos y sexo.  Convencido de que esta vez yo le demuestro lo que soy capaz de hacer, vuelvo a caer en el error. Vuelvo a ser preso de sus encantos de serpiente pasional. Las manos ya no me hacen caso se dejan esposar con el pañuelo que antes tapó mis ojos. Le gusta llevar el control, le gusta despojarme de mis derechos de saborear su cuerpo con el tacto de mis manos mientras ella me posee a mí. Y yo me dejo. Mientras hace el seseo de serpiente con sus caderas, entrando y saliendo, aprovecha los gritos de la película para gemir más alto y eso me excita más y más. Desmonta para ocupar la silla de al lado y desesperada se introduce mi miembro en la boca. Lo hace con tal furia que casi duele, pero me gusta. Desde la punta hasta el final, suaves masajes con la lengua y los labios me hacen subir al limbo, pero aún no quiero correrme. Aún no. Antes de perder por completo la razón, me desabrocho con dificultad el pañuelo de las manos y le agarro por sorpresa. Le ato las manos y la siento en la silla de al lado de modo que por fin pueda ver la fruta que esconde entre las piernas. La falda me da facilidad para arrancarle el tanga. Ahí está, todo para mí. Ella me mira con tanto deseo que no puede ni respirar, y yo deseoso de probar tal manjar me acerco despacio, muy despacio, quiero que disfrute, que llore, que grite. Quiero que gima con furia. Soplo con el aliento tibio sobre la zona humeante y jugueteo con la lengua y antes de que ella pueda articular un sonido, lo mordisqueo, lo relamo con ansia, adoro el sabor de su sexo. Una y otra vez relamo y relamo y mordisqueo hasta que ella relincha como una yegua enfurecida. Un orgasmo. Pero no quiero que acabe ahí, no. No se lo pondré tan fácil. La agarro fuertemente y la siento encima, pero esta vez la pongo mirando hacia la pantalla, aun con las manos atadas, me gusta verle enloquecer. Yo también quiero jugar, a su juego. Comienzo a entrar en ella despacio, quiero que ella también sepa lo que es rabiar de deseo. Despacio, muy despacio y antes de que siquiera pueda pensar acelero, más y más, y cada vez más y con más fuerza hasta el fondo de su ser. Ella no puede, se derrite mientras yo acelero y le agarro con fuerza los senos. Noto como su piel se eriza de placer, hasta que la película se pone de nuestra parte y comienzan a sonar bombazos, ella aprovecha y estalla con un estruendoso gemido. Está rabiosa, quiere poseerme ella a mí, pero no puede. Yo tengo ahora las armas del combate, y disfruto viéndola arder en las llamas del placer. Un orgasmo, dos, tres seguidos. Un grito en forma de gemido le da fuerzas para quitarse el pañuelo de las manos. Se levanta mientras yo la miro con una sonrisa triunfal, pues ella ha caído antes que yo. Con la mirada desencajada por la pasión y pequeños gemidos, me dice que me desea y que todavía no ha acabado conmigo. Yo ardo impaciente, pensando en lo que me va a hacer. De nuevo coge el pañuelo, pero esta vez me tapa los ojos, le encanta este juego. Y yo me dejo. Pero esta vez decide dejar libres mis manos, combatiremos juntos por ver quién agota a quien. No se lo piensa demasiado, se introduce en la boca mi verga, que está ya casi a punto de estallar, pero ella sabe hacerlo, disfruta jugando con ella, adora el tamaño, está hecho para ella. Ahora lo hace más despacio y suave, quiere que me derrita. De pronto dejo de notar su boca, no sé dónde está y comienzo a ponerme más nervioso y excitado. Ella gime y susurra palabras que no entiendo bien, y de pronto lo noto. No es su vagina, el orificio es mucho más pequeño. Me cuesta mucho más entrar. Creo que voy a estallar. Apoyada con las manos en mis rodillas comienza moverse como ella solo sabe, con sus movimientos serpenteantes. Esta vez no me aguantaré y ella lo sabe. Más deprisa, más y más, gemidos, sudor, no puedo, y ella frena. Y vuelve a empezar, más deprisa, más, más, y frena de nuevo y sigue, despacio, deprisa, más deprisa, más, más, más, frena, sigue, despacio, deprisa, frena, sigue, más, más... sin compasión, penetrando su ano, mientras las fuerzas se me van gastando por completo.

 Mi respiración se entrecorta y noto como ella se divierte mientras me rindo, y gime y grita, mientras me dejo caer derrotado y ambos nos fundimos y nos ahogamos en un apoteósico y encolerizado orgasmo, el mayor que jamás he tenido en mi vida.

Ahora la que sonríe es ella y yo soy el que le pide que se quede para siempre, que la amo. Ella, serena y segura me dice:
-Sos un encanto, pero “siempre” no dura para siempre. Son 70. La mamada te la desconté, ¿Sí?
La realidad me cae como un témpano de agua fría sobre los hombros.
Como no tenía dinero suficiente, salimos de la sala y fuimos al cajero que había en la planta baja. Me daba apuro darle el dinero en la calle delante de todo el mundo, así que le dije que si quería le invitaba a una copa y le pagaba. Ella se negó, era mejor así.
Así que, en la esquina del bareto donde aprendí a amar nos despedimos, perdiendo con su adiós el nombre, el dinero, el miembro y la virilidad, el orgasmo, la dignidad, el alma y el corazón, que suena típico y utópico, pero que simplemente a veces...sucede.



Denegro

***


Cómo comenzar a relatar una historia, que de por sí, se acaba incluso antes de que la primera palabra o imagen se pose en el hipocampo, esa parte extraña del cerebro donde se almacena la imaginación. Cómo empezar esta historia, este encuentro casual, por dónde si no va a ser, que por el principio.

Un día cualquiera, puede que fuera lunes, no, estoy seguro, era jueves. Un lunes frío de octubre. A decir verdad, era un lunes raro, pues había sufrido diversos estados de ánimo, amaneció fresco, atardeció caluroso y anocheció con mocos congelados. Un lunes extraño, que a mí me pegó esa enfermedad de cambio alterando mis constantes emocionales.

Después de un día tan largo, aburrido, variable, un día de mierda hasta las cejas, decidí empapar las tripas con cerveza fresquita, ponerme la camisa azul (mi arma secreta para atacar con encanto a las féminas que vagan soleteras) y tracamundear el silencio en un bar que no había estado nunca (si acaso una vez) y que había visto tantas veces de lejos. Un zulo de la calle Encuentros, en el que la gente disfruta de las estrechuras para rozarse unos con otros y entrar en calor, y de paso si tocas una teta, o un culo que te mira juguetón…eso que te llevas. Yo no toqué nada (al menos al principio), ni a mí me tocaron tampoco, debe ser que ni yo vi algo tan suculento para dejarme llevar por el impulso de tocarlo sin querer, ni alguien advirtió en mí un sabroso y abultado paquete al que echar mano, un culo respingón que pellizcar, o simplemente una silueta a la que adorar; en cualquier caso, pasé inadvertido, penetrando por los huecos libres que quedaban (pocos) entre la barra, entre las sonrisas, los marujeos y los “joder, que lleno se está poniendo esto” de la gente. No voy solo, pero sí dispuesto a estarlo (al menos de pensamiento) aunque aparente justamente lo contrario. Alguien me había dicho que esa noche maullaría  una gata negra al son de un piano y una guitarra, y yo tenía especial interés en saber cómo un felino podría entonar entre las personas allí presentes algo de soul, jazz y rock. Por supuesto, no era un gato callejero el que nos deleitaría con unos maullidos odiosos, sino tres hambrientos jóvenes de comer aplausos y “joderes”*. Jóvenes, empezando, simplemente eso, empezando.

El ambiente se caldea de calor humano, de luz tenue, de empujones, alcohol y cigarrillos fantasmagóricos que inhalo con mucho gusto. Una señora me mira con cara de mala leche porque le he “robado el sitio” sin disimulo, y yo le devuelvo una mirada de: “que te den, tengo sed”. El camarero no da abasto entre tanta gente y tarda en ponernos las cañas, eso hace aumentar el ansia que tengo de beber. Justo en el preciso momento en que, sin apenas mirarnos, nos pone las cervezas fresquitas, aparece. Ella. Una "Bacall", como diría   mi amigo Alfredo. Una preciosidad hecha de carne y hueso, lista mirar,desear y no tocar jamás. La boina calada, las gafas pasta, y el abrigo negro, que combinan con las prisas de salir del escenario, le hacen mucho más interesente. Parece que desea salir del aprieto y presentar al trío que estimulará los huesecillos internos de los oídos esta noche. No sé muy bien que está diciendo, no me interesa en demasía, pero no puedo evitar hacer la danza de la serpiente con la cabeza, entre las cabezas que tengo delante para mirarla, pero no puedo verle, algún cabezón se interpone en mi campo de visión y para cuando por fin puedo ver su rostro ya ha terminado el breve discurso, tiene que marcharse. Pero, los cables y el equipo de sonido me echan una mano impidiéndole el paso y dejándola arrinconada en el estrecho espacio que da cabida entre las puertas de los servicios, para que yo gustosamente pueda observarla. Ahí, castigada, mientras la gata maúlla y se oyen los gemidos del piano que hace el amor con la guitarra. Ahí sigue, castigada, tan pronto se esconde como se exhibe haciendo fotos, intentando disimular el mal rato que está pasando por estar “aprisionada”. No es consciente de que en realidad donde está no molesta, nadie se fija en su miedo, ni tan siquiera advierten que está ahí, pero yo sí. 

Yo ya la he "calao", con esa mirada seria que se esconde tras  unas lentes, no unas gafas cualesquiera, no, son las gafas con las que se esconde cuando no sabe qué decir, las gafas que tapan sus miedos y sus emociones mientras dan nitidez a su visión de la vida. El maullido de la gata cada vez se adentra más y más por mi epidermis y noto cómo los pelos se me ponen de punta. Mientras, ella sigue ahí, disfrutando y sufriendo, exhibiéndose y escondiéndose, y yo observándola entre la gente. Busco un encuentro entre nuestras miradas, pero los ojos no llegan a tiempo. Busco una excusa para ir al baño, pero ni tengo ganas ni puedo pasar a través de la gente. Busco algo que decirle, algo que pedirle, pero la imaginación no me da de sí. Busco, y busco, y busco, y busco, y no encuentro. Pero ell sigue ahí, quieta pero nerviosa. No sé si realmente me atrae, no sé si es esa música sensual de fondo que se mezcla con el color de su abrigo negro, no sé si es el zulo que ha hecho de las suyas con tanto roce y me ha puesto cachondo, no sé, pero algo sí sé, que no puedo parar de mirarla. Pero ella no es consciente, solo nota las ganas que tiene de salir de ese rincón y estar donde todo el mundo está, quitándome así el derecho que yo tengo de seguir observándole, indagando en su mirada, justo a dos centímetros de su boca y a un kilómetro de la realidad, que no es otra que la distancia, o mejor dicho, la cordura.

La canción parece que va terminando y yo me quito el abrigo de la cobardía mientras me acerco a ese hueco donde solo caben dos personas, ella y yo. Conforme me voy colando por los huecos que quedan libres entre la gente la voy desnudando con mil caricias, pero no dulces caricias, no, caricias con violencia y con ganas, y mientras le acaricio no me mira ni yo a ella, qué más da, si los dos queremos lo mismo, un simple beso, o si cabe un revolcón. Tan solo me quedan diez pasos para llegar a ella, y casi oigo en mi cabeza nuestro aliento ahogado. Justo, justo cuando llego al rincón que le está castigando, la miro, simplemente la miro, pero ella no dice nada, me mira confusa arqueando una ceja. Y antes de articular ni tan siquiera una palabra, abro la puerta del baño, la miro con directa-indirecta y antes de que siquiera pueda responderme con la mirada, cierro la puerta despacio. Entretanto me miro al espejo decepcionado por mi escasa valentía y noto el temblor de mi cuerpo, oigo el tac-tac de la puerta, -¡Es ella!- pienso, viene a darme las alas que necesito para deshacernos juntos, pero no... –¡Vamos, coño! ¡Que llevas ahí tres horas!- Dice una voz tosca. 

La canción se ha terminado, el equipo de música ya no estorba y ella ya se ha mezclado con la gente. La gata sigue cantando, el piano sigue haciéndole el amor salvajemente a los acordes de la guitarra, la gente sigue riendo, escuchando, bebiendo, empujándose, rozándose, todo sigue igual, aunque la realidad ha teñido de gris el ambiente y recuerdo que he dejado solo a mi amigo en la barra, que la cerveza se calienta, y una parte de mí me sermonea: -ay... tontiñaco, dónde ibas-. Salgo del baño, y sigo siendo el mismo de siempre, el que sueña que vive, el que sueña que besa, el que sueña, sueña y sueña y no vive.

Tal vez fuera ese ambiente con sabor a soul de los 60’s, o la cerveza, o los cambios climáticos, o la gente empujando, o la inclinación de la tierra en ese momento, o los maullidos, o la disposición de las estrellas entre la niebla, o su abrigo, o el equipo de música, o sus gafas, o mi necesidad, o el morbo, o puede que fuera culpa del lunes, el caso es que por un mísero instante me enamoré perdidamente de esa Lauren Bacall desaliñada que se escondió, que no me besó, que no me miró, de aquella mujer de negro que por un segundo apareció en mi campo de visión, y sin más, de la nada, desapareció.








*Tracamundear: Descolocar.
*Joderes: Plural de la expresión ¡Joder!. 
*Vaiveando: Palabra inventada, proveniente de vaivén. Para darle musicalidad al texto.

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