lunes, 31 de octubre de 2011

La muerte del Hidalgo manchego

Como las cosas humanas no son eternas, van siempre en descenso desde el principio hasta llegar a su fin, especialmente las vidas de los hombres, Don Quijote no iba a llevar una baza que le diera la inmortalidad, no tenía el privilegio del cielo para detener el curso de su vida. Su final, como el de todos, estaba escrito y de forma inesperada. Porque, ya fuese por la melancolía que le causaba el verse abatido, o ya fuera por disposición del cielo que así lo deseaba, le fue propiciada una fiebre que le tuvo seis días en cama, en los cuales fue visitado en demasía por el cura, el bachiller y el barbero, sus amigos, sin alejarse ni un instante de la cabecera Sancho Panza, su fiel escudero [...]
Despertó al cabo de un tiempo, confuso y gritando:
- ¡Denme agradecimiento buenos señores! Porque ya no soy Don Quijote de La Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres diéronme  renombre de Bueno. Ya no soy enemigo de Amadis de Gaula  y de toda la infinita muchedumbre de su calaña; ya que son odiosas todas las historias profanas de la andante caballería; ya sé lo necio que he sido, conozco los peligros en los que me puse al haberlas leído. Por misericordia de Dios y por escarmiento ¡las detesto!
Cuando le oyeron decir estas palabras los allí presentes creyeron sin duda que había enloquecido de nuevo, y Sancho le dijo:
- ¿Ahora Señor Don Quijote? ¿Ahora que tenemos la buena nueva de que la señora Dulcinea está desencantada? ¿Ahora que estábamos empeñados en ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere usted hacerse ermitaño? ¡Calle por su vida! ¡Vuelva en sí y déjese de cuentos!- Dijo riendo su amigo el pastor. A lo que el gran Don Quijote respondió débilmente:
- Aquellos que hasta ahora han influido en mi deterioro mental, los ha de volver mi muerte y con ayuda del cielo, en mi provecho, merecedores de la peor providencia serán pasto. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa, dejen de burlarse y tráiganme un cura que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre del alma; y así suplico que mientras el sacerdote me confiesa, vayan por el escribano.
Se miraron unos a otros, sorprendidos por las palabras de Don Quijote, y, aunque dudosos, le quisieron creer. Una de las razones por las que supusieron que se moría fue el haber vuelto tan fácilmente de loco a cuerdo; porque a las ya dichas coherentes palabras, añadió otras muchas también, tan cristianas y con tanta concordancia, que no les dejó lugar a dudas de su incipiente e increíble cordura.
Hizo salir a la gente el cura, y se quedó sólo con él y le confesó.
Entró más tarde el escribano, y después de haber hecho el comienzo del testamento y aliviado su alma, Don Quijote, se preparó para el reparto de bienes de la herencia y dijo:
- Primero, es mi voluntad, que cierto dinero que posee Sancho, a quien estando loco hice mi escudero, quiero que sea poseedor de cuanto le prometí, que nadie le arrebata el capital que le prometí, no son lingotes de oro ni plata, pero bastarán para poder hacerle dueño de su propia casa. Y si como estando yo loco le prometí darle el gobierno de la ínsula, le daría ahora estando cuerdo el de un reino, se lo otorgaría porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato hacia mí, lo merecen. Por consiguiente le doy mi viejo caballo y mi dinero [...] Y señores, vayan olvidando poco a poco, pues las cosas ya no son como antes eran. Yo estuve loco, y ya estoy cuerdo, fui Don Quijote de La Mancha y ahora soy Alonso Quijano el Bueno [...]. En segundo lugar, quisiera otorgar toda mi herencia, sin cabida alguna a Encarna Quijano, mi sobrina, que está presente, habiendo antes cubierto y sanado todas mis deudas: la primera de ellas es pagar el salario que debo a mi criada Tiosinia, por el tiempo en que me ha servido y darle también veinte monedas para un vestido [...] Por último, suplico a los dichos testamentarios que, si la buena suerte les condujera a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de “La segunda parte de las hazañas de Don Quijote de La Mancha”,  pídanle de mi parte con insistencia, que perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di para que haya escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con angustia por haberle inducido a escribirlas.
Finalizó con esto el testamento y desmayándose se tendió a lo largo de la cama. Todos se alborotaron y acudieron a reanimarle. Pasados tres días desde que hizo el testamento se desmayó en muchas ocasiones. Andaba la casa alborotada, pero aun así, comía la sobrina, brindaba el ama y se alegraba Sancho, que esto del heredar borra o templa en el heredero la memoria de la pena, que es normal que deje el muerto.
En fin, llegó el último día de Don Quijote, después de haber recibido todos los sacramentos y después de haber maldecido, con muchas y fervientes razones, los libros de caballería. Estaba el escribano presente mientras el hidalgo perdía la vida, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiera muerto en su cama, tan sosegadamente y tan cristiano como Don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se encontraron, cedió su espíritu.
[...] Deliberó Encarna Quijano, por algún que otro dinero de aquellos días en que su idolatrado tío se dispuso, para con sus seres allegados, a partir sus posesiones, por no saber en qué gastarlos, ingrávida, permanecía en un silo magno mirando los mugrientos estantes, cuando repentinamente su atolondrado rostro cambióse al divisar un mugriento libro, cuyas pastas parenciéronle  de textura de piel de cerdo, porque permanecía bajo una plaga de andrajos. Adueñose de ella un inesperado interés por conocer el autor y las historias que daban cabida en él y apresurose en cogerlo. La joven quedó admirada cuando en la última hoja leyó:
“Como eterno personaje secundario, atormentado y preso de una locura insistente, viéronme aquellos que claváronme enardecidos una estaca en el costado, pero no me quejo ante actos profanos como ellos quisieran, indispuesto ahora me hallo para maldecirlos, mi lengua quedose sin saliva tan puerca  (aunque agradecido quedo, que a expensas de sus necias palabras devolviéronme a la vida) porque de no haberme creído Don Quijote, hubiera muerto desolado y no hubieráseme concebido la fortuna de conocer a mi más leal y fiel amigo Sancho, compañero de mis más atroces correrías. Pareciéronme días en los que la sangre ardiente y vigorosa fluía por el interior de mis entrañas, mi sesera deteriorada por pensamientos fantasiosos provocáronme para comportarme como un niño al recibir una recompensa; me sentí libre como un pajarillo que vuela a ras del mar. Sí, mi delicada y enferma cabeza fue objeto de burlas y habladurías, pero mi espíritu anduvo jovial y cobró viveza; prefiero vivir delirando y acompañado a vivir cuerdo y desagradecido y morir en soledad."
                        Alonso Quijano El Bueno

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