domingo, 9 de octubre de 2011

¡ABERRANTE!




Su mirada se perdía entre las juntas de las baldosas renegridas y pegajosas del suelo granaino. Su mente, a medio paso del absentismo ignominioso, se trasladaba a esa barca que llevaba África tatuada en la popa, y España, con a sabor a libertad en la proa. Podía oler,  a escasos metros del cajero automático, las olas del océano Atlántico.

Podía sentir esa sensación de miedo e ilusión por lo desconocido, ese sentimiento optimista recorriendo cada poro de su piel. Todos los sueños rotos, sucias mentiras, papeles que no llegan, oportunidades que se desvanecen entre la venta ambulante de relojes y pulseras barato-paisa y el precio que pone a su cuerpo a altas horas de la madrugada. Un sonido que le resulta familiar le devuelve a la realidad, la devolución del  ticket de operación del cajero Caja Granada, unos 70 euros que llevan incluido la mamada y la penetración anal. Un señor que ronda los sesenta y dos, pide el taxi que los llevará a ambos a un callejón sin salida.

    - Sube y cierra la puerta- Te dice, sin ningún tipo de escrúpulo. El taxista hace caso omiso a la voz interior que le está gritando al señor mayor: “déjele en paz, maldito cabrón de mierda, y dele por culo a su puta madre”. Pero él tan solo se limita a cumplir con su trabajo, como cada día y cada noche, sin mirar quién, sin mirar dónde.

Negrito que vienes a España, te vas en ese coche, perdiendo la poca dignidad que te queda, por unos cuantos euros, euros que se convertirán en lágrimas amargas en tu boca, y en manchas permanentes en tu grandioso corazón.

Anoche sentí un vacío enorme al ver a un chico africano, que sería más joven que yo, esperando que un señor mayor sacara el dinero que le pagaría por prostituirse una vez más. Yo, una hora antes de encontrarme tan cerca con la realidad, estaba bailando en un pub de Granada y observaba cómo la gente se prepara, entre copa y copa, para averiguar cuál va a ser la presa a la que le va a “meter cuello” esta noche. Veía dos tipos de chicas, las que saben que pueden tener a cualquiera y van con la cabeza alta, presumiendo de piernas, de pecho, de rostro, pisando con indiferencia, las babas que cuatro chavales van soltando al verlas pasar; también destacaban las que necesitan tres kilos de maquillaje y cuatro o cinco copas de más, para verse un poco más atractivas en el espejo del bar, y mostrar sus encantos a cuatro gilipollas de turno, que no las saben valorar. También me fijé en los hombres, dos tipos: El típico galán que destaca en todo el bar, que no se come un rosca porque ninguna chica se le acerca por miedo al rechazo, y además porque es demasiado exigente, así que se pasa la mayor parte de la noche manteniendo una conversación insulsa con sus cuatro amiguetes;  y luego el resto de chicos, que con dos copas de más, y una gran presión en la bragueta, buscan indiferentes alguna fémina que calme y cure tal hinchazón que se esconde tras el pantalón.

Yo me fijaba en este tipo de cosas, mientras me bebía una budweiser. Creo que no había en todo el bar una persona peor vestida y combinada que yo, pero estaba a gusto conmigo misma. Nunca me han gustado las discotecas y menos ese ambiente de cacería y superficialidad que se respira entre el olor a sudor y perfume.

Lo tenemos TODO.

Las cuatro de la mañana, las luces del pub se hacen más brillantes, es hora de irse. Ya no tenemos más ganas de seguir de fiesta, es el momento de volver a casa. Yo me quejo del frio. Hace viento y llevo sandalias, unos pantalones  palestinos de setecientos colores, que dejan traspasar el aire, y una camiseta muy fina blanca. Menos mal que estás tú, cariño, que me abrazas y me das calor. Hablamos de cosas que a estas horas ya no tienen sentido, pero que hacen el recorrido de 45 minutos más entretenido. Pienso en las ganas que tengo de llegar pa meterme en la cama y arroparme. Y en que mañana es domingo y no tendremos que madrugar. Seguramente  debatiremos a quien le toca hacer la comida. Después nos comeremos un dulcecillo (sabes que me encantan) y veremos alguna peli a medias, nos quedaremos dormidos en menos que canta un gallo.

 Y entonces llegamos a ese punto, ese instante en que te he visto a ti, desconocido africano. Ese instante en que me has quitado el frio, el hambre y el sueño. Ese instante, que me has sacado de la puta burbuja en que vivo y la casualidad al verte, me ha devuelto de una hostia a la realidad. Ese instante en que me ha importado una mierda los defectos que tengo. Ese instante en que me he dado cuenta de lo afortunada que soy, por ser quien soy, por haber nacido en el lugar apropiado. Ese instante en que he odiado con toda mi alma ese papel de color que llaman dinero, todopoderoso más que Dios y su religión. Y me han dado ganas de cagarme en la ley,  coger un puñal y clavárselo en los huevos, al grandísimo hijo de puta que se aprovecha de ti y de tu necesidad desesperada cada noche, lo siento, de corazón lo siento con ardor, no poder hacer nada por ti y limitarme como aquel taxista a seguir mi camino. Como un estigma se clavó tu mirada en mi corazón, robándome el sueño, escribiendo estas palabras que se esfumarán en el mismo momento en que las deje talladas en el folio en blanco.

Aberrante, asqueroso, injusto. Puto dinero. Mierda de vida.

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