Como
las cosas humanas no son eternas, van siempre en descenso desde el principio
hasta llegar a su fin, especialmente las vidas de los hombres, Don Quijote no
iba a llevar una baza que le diera la inmortalidad, no tenía el privilegio del
cielo para detener el curso de su vida. Su final, como el de todos, estaba
escrito y de forma inesperada. Porque, ya fuese por la melancolía que le
causaba el verse abatido, o ya fuera por disposición del cielo que así lo
deseaba, le fue propiciada una fiebre que le tuvo seis días en cama, en los
cuales fue visitado en demasía por el cura, el bachiller y el barbero, sus
amigos, sin alejarse ni un instante de la cabecera Sancho Panza, su fiel
escudero [...]
Despertó
al cabo de un tiempo, confuso y gritando:
-
¡Denme agradecimiento buenos señores! Porque ya no soy Don Quijote de La
Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres diéronme renombre de Bueno. Ya no soy enemigo de Amadis
de Gaula y de toda la infinita
muchedumbre de su calaña; ya que son odiosas todas las historias profanas de la
andante caballería; ya sé lo necio que he sido, conozco los peligros en los que
me puse al haberlas leído. Por misericordia de Dios y por escarmiento ¡las
detesto!
Cuando
le oyeron decir estas palabras los allí presentes creyeron sin duda que había
enloquecido de nuevo, y Sancho le dijo:
-
¿Ahora Señor Don Quijote? ¿Ahora que tenemos la buena nueva de que la señora
Dulcinea está desencantada? ¿Ahora que estábamos empeñados en ser pastores,
para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere usted hacerse
ermitaño? ¡Calle por su vida! ¡Vuelva en sí y déjese de cuentos!- Dijo riendo
su amigo el pastor. A lo que el gran Don Quijote respondió débilmente:
-
Aquellos que hasta ahora han influido en mi deterioro mental, los ha de volver
mi muerte y con ayuda del cielo, en mi provecho, merecedores de la peor
providencia serán pasto. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa,
dejen de burlarse y tráiganme un cura que me confiese y un escribano que haga
mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre del
alma; y así suplico que mientras el sacerdote me confiesa, vayan por el
escribano.
Se
miraron unos a otros, sorprendidos por las palabras de Don Quijote, y, aunque
dudosos, le quisieron creer. Una de las razones por las que supusieron que se
moría fue el haber vuelto tan fácilmente de loco a cuerdo; porque a las ya
dichas coherentes palabras, añadió otras muchas también, tan cristianas y con
tanta concordancia, que no les dejó lugar a dudas de su incipiente e increíble cordura.
Hizo
salir a la gente el cura, y se quedó sólo con él y le confesó.
Entró
más tarde el escribano, y después de haber hecho el comienzo del testamento y
aliviado su alma, Don Quijote, se preparó para el reparto de bienes de la
herencia y dijo:
-
Primero, es mi voluntad, que cierto dinero que posee Sancho, a quien estando
loco hice mi escudero, quiero que sea poseedor de cuanto le prometí, que nadie
le arrebata el capital que le prometí, no son lingotes de oro ni plata, pero
bastarán para poder hacerle dueño de su propia casa. Y si como estando yo loco
le prometí darle el gobierno de la ínsula, le daría ahora estando cuerdo el de
un reino, se lo otorgaría porque la sencillez de su condición y fidelidad de su
trato hacia mí, lo merecen. Por consiguiente le doy mi viejo caballo y mi
dinero [...] Y señores, vayan olvidando poco a poco, pues las cosas ya no son
como antes eran. Yo estuve loco, y ya estoy cuerdo, fui Don Quijote de La
Mancha y ahora soy Alonso Quijano el Bueno [...]. En segundo lugar, quisiera
otorgar toda mi herencia, sin cabida alguna a Encarna Quijano, mi sobrina, que
está presente, habiendo antes cubierto y sanado todas mis deudas: la primera de
ellas es pagar el salario que debo a mi criada Tiosinia, por el tiempo en que
me ha servido y darle también veinte monedas para un vestido [...] Por último,
suplico a los dichos testamentarios que, si la buena suerte les condujera a
conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el
título de “La segunda parte de las hazañas de Don Quijote de La Mancha”, pídanle de mi parte con insistencia, que
perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di para que haya escrito tantos y tan
grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con angustia
por haberle inducido a escribirlas.
Finalizó
con esto el testamento y desmayándose se tendió a lo largo de la cama. Todos se
alborotaron y acudieron a reanimarle. Pasados tres días desde que hizo el
testamento se desmayó en muchas ocasiones. Andaba la casa alborotada, pero aun
así, comía la sobrina, brindaba el ama y se alegraba Sancho, que esto del
heredar borra o templa en el heredero la memoria de la pena, que es normal que
deje el muerto.
En
fin, llegó el último día de Don Quijote, después de haber recibido todos los
sacramentos y después de haber maldecido, con muchas y fervientes razones, los
libros de caballería. Estaba el escribano presente mientras el hidalgo perdía
la vida, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún
caballero andante hubiera muerto en su cama, tan sosegadamente y tan cristiano
como Don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se
encontraron, cedió su espíritu.
[...]
Deliberó Encarna Quijano, por algún que otro dinero de aquellos días en que su
idolatrado tío se dispuso, para con sus seres allegados, a partir sus
posesiones, por no saber en qué gastarlos, ingrávida, permanecía en un silo
magno mirando los mugrientos estantes, cuando repentinamente su atolondrado
rostro cambióse al divisar un mugriento libro, cuyas pastas parenciéronle de textura de piel de cerdo, porque permanecía
bajo una plaga de andrajos. Adueñose de ella un inesperado interés por conocer
el autor y las historias que daban cabida en él y apresurose en cogerlo. La
joven quedó admirada cuando en la última hoja leyó:
“Como
eterno personaje secundario, atormentado y preso de una locura insistente, viéronme
aquellos que claváronme enardecidos una estaca en el costado, pero no me quejo
ante actos profanos como ellos quisieran, indispuesto ahora me hallo para
maldecirlos, mi lengua quedose sin saliva tan puerca (aunque agradecido quedo, que a expensas de sus
necias palabras devolviéronme a la vida) porque de no haberme creído Don
Quijote, hubiera muerto desolado y no hubieráseme concebido la fortuna de
conocer a mi más leal y fiel amigo Sancho, compañero de mis más atroces
correrías. Pareciéronme días en los que la sangre ardiente y vigorosa fluía por
el interior de mis entrañas, mi sesera deteriorada por pensamientos fantasiosos
provocáronme para comportarme como un niño al recibir una recompensa; me sentí
libre como un pajarillo que vuela a ras del mar. Sí, mi delicada y enferma
cabeza fue objeto de burlas y habladurías, pero mi espíritu anduvo jovial y
cobró viveza; prefiero vivir delirando y acompañado a vivir cuerdo y
desagradecido y morir en soledad."
Alonso
Quijano El Bueno