-¡Ieeeeeh! ¡Venga! ¡Vámonos
ya! ¡Ieeeeh!- gañía mi padre, como si mi cara y cuerpo de niña y mis manos de
hombre curtido respondieran, con un mugido propio de las bestias que, día tras
día, amarraba con todas mis fuerzas (las
que puede tener una niña de quince años recién cumplidos).
No había mejor momento que la
vuelta a casa. El sol perdiendo bravura, la cebada meciéndose suavemente con el
viento y rozándome en las manos como un murmullo, con el son cuál si fuera el
frotar de la maya de forro que tienen las antiguas faldas de vuelo. Sin más
sonidos que mi sofoco y el canto de los grajos revoloteando, y si acaso, con un
poco de suerte, un pálido “ya está, hija, ya está bien por hoy” de una madre
sumisa que jamás tuvo en mente sublimación mayor que la de negarse a un amo
fantoche a azotar a su única hija por haberse caído del trillo. Más de tres
días tuve la marca de la hebilla del cinturón, no sé cuánto le duraron a mi
madre los golpes que nunca llegué a ver y cuyos gritos y “no por favor”
resquebrajaron tantas veces mis oídos, hasta tal punto que dejé de oír. Ya no
podía escuchar el latoso balido de las ovejas, o el aullido insaciable de Luca, nuestra perra ovejera. Ya no
escuchaba salvo el “tutúm, tutúm” de un joven corazón que ansiaba salir de aquel
infierno de cosechas doradas y bestias embravecidas por el recibimiento de latigazos
demoledores de un dueño tuerto y encolerizado.
Decían los pueblerinos que por
las noches, a altas horas de la madrugada, los gritos de las fieras atravesaban
las rendijas de las puertas y ventanas de las casas, sacudiendo la tranquilidad
noctámbula y levantando de un salto el llanto de los chiquillos atemorizados,
por si los aullidos se transformaban en colmillos. Poco sabían entonces los
aldeanos, que esos gritos no eran de las fieras, sino de una madre que era violada
y golpeada por su marido, su dueño.
8 de Julio, el día en que por
fin mi tío El Valenciano me encontró
una noche, arrastrando los mulos por todo el Paseo de las Fuentes, con mi
pijama verde, cubierta de pinchos de cardo y totalmente rebozada de polvo y
sudor, sacudiendo a los bichos para que arrearan. Dijo que aquella imagen y el
incesante tintineo de los cencerros que colgaban de las bestias, encendieron su
autocompasión a modo de bombilla incandescente en el corazón –Esta no es vida
pa’ ti- dijo, con esa voz tosca a la par que fraternal. Mi padre se opuso al
principio, pero mi tío, con buenas dotes de mangonero y mucha labia, finalmente
le convenció. Mi madre por fin respiró tranquila.
Eran las fiestas de San Cristóbal.
El olor intenso a albahaca y claveles purificaba cada uno de los poros de mi
piel de lagarto. Los pasodobles de la verbena llenaban las calles de sonrisas
picaronas entre los jóvenes lugareños, sonrisas que yo tan sólo podía imaginar.
Vestidos nuevos de volantes, vasos de plástico con sangría y un rico olorcillo
a la flor de azahar impregnando besos y roces a escondidas. No recibí besos con
lengua ni caricias por debajo de la falda, no me ofrecieron bebida ni sonrisas,
ni vestidos bonitos ni bailes de verbena, tan solo unos dedos señalando a la “tontica
el pueblo” y risas burlonas de cuatro mozos bien avenidos.
Cuarenta y dos años después,
puedo decir, que soy libre, que aquellos eran otros tiempos...
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