lunes, 25 de junio de 2012

El Momento

La noche, pintada de misterio, presumía del mejor manto de estrellas que el espacio, orgulloso, le había regalado otrora. Dispuesta para la ocasión, a lo "Typical Spanish", se presentó resplandeciente.

La brisa latente que emergía de su mirada levantó el polvo de un camino a medio hacer: el tuyo y el mío.

Ni la luna (que acostumbra a gastarse unas cuantas horas con ella, más o menos espléndida, según la pille) se atrevió a salir por no molestar.

Y así nos acogió la gran anfitriona de los sueños que sí se hacen realidad. Al principio se mostró discreta, ultimaba los preparativos de las póstumas claras del día, sonriendo pícara por los rincones cetrinos del monte, aguardando impaciente el mejor momento para salir y actuar.

Contenciosa pero decidida, tras los aperitivos, se aventuró abriéndonos paso por el sendero denegrido, mientras los pinos nos rendían homenaje con sensuales danzas del vientre y los grillos canturreaban en francés. Las musas, disfrazadas de fantasmas picantes, extendían alfombras acaneladas con esencia de sustitos dulces mezclado con un toque de rubor, apostando por un torpe tropiezo que me hiciera caer en tus brazos.

Al cruzar el paseo viviente y no viendo los frutos esperados, nos condujo hacia las ruinas en las que se suele dejar caer para meditar. Sin más intención que la de levantar los muros derrumbados por la historia, a través de los besos que tú y yo, sin saberlo, nos íbamos a dar.

No conforme con la idea de reavivar la muralla con nuestra inocencia, decidió arrastrarnos al altar de sus confidencias, el lugar más precioso que he creído ver. Tan sólo pude observar, en primer instante, un árbol muerto y dos piedras albinas inmensas, postradas a él. Los susurros que me gritaba al oído me resultaban indescifrables, hasta que en un cruce de miradas lo advertí, deseaba con ardor regalarnos un frasquito jacintino de libertad.

Estaba muy bien precintado, nos costó abrirlo, pero una vez destapado, el aroma de pasión oculta se coló por cada poro de mi piel y a borbotones de besos y mordisquitos te cubrí la boca, el cuello, la sangre y el aliento.

Derrochando caricias lascivas y fervientes arrumacos, siendo yo contigo sin mí, dejándome arrastrar por tus palabras hechas a medida, enredándonos, mezclándonos, inyectando con llamas el jugo que requerían las raíces de aquel sapino milenario deseoso de vida.

Cubriendo tus necesidades con las mías, rebosando sin darnos cuenta las expectativas de la mulata pasajera, que, mientras nos devorábamos, se alejó gloriosa en busca de nuevas víctimas a las que desatar.


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