lunes, 30 de diciembre de 2013

La margarita dijo no



La bobina de lana se le deshace entre los dedos mientras cuenta hasta diez de forma aleatoria. Del uno al tres, volviendo al dos para pasar al cuatro; de nuevo vuelve al tres hasta saltar al seis, y de un salto saltamontés llegar al cuatro para llegar al cinco; y así sucesivamente, hasta llegar al décimo punto en que enreda los dos colores para formar uno sólo.

Lo ha visto mil veces, y aún así cree sentirse principiante cada vez que comienza de cero a elaborar un encargo. "Mecequita, si se pinta no se quita" dice a modo de carraspeo, dando por sentado, que los demás han de entender qué demonios significa. Pero es la única frase que solemos escuchar de su boca desde hace no menos de catorce años, aparte claro, de sus cuentas aleatorias hacia atrás. 

El aceite singer impregnan siempre el contexto de su habitación luminosa y grisácea. Su mirada perdida entre cortinas transparentes que bañan de luz asmática los ácaros de su colchón, sólo parece cobrar sentido cuando alguien le hace una minúscula muestra de afecto, entonces te mira y carraspea: "Mecequita, si se pinta no se quita", y de nuevo vuelve a su estado de cómputo: uno, tres, dos, cuatro, tres, seis, cuatro, cinco, siete,...

Virginia y yo sólo nos llevamos tres años de diferencia. Ella aun siendo más joven, tenía "maneras" (como decían mis tías) de artista, esa gracia fresca que además de la más hermosa le hacía parecer más madura. Le gustaba pintarse la cara de negro azabache, los labios de carmín intenso, y cantar al son de los grillos canciones de Chaka Khan, Diana Ross, o Patty La Belle. Los vestidos de vuelo, de tela fina y estampados florales; el olor a canela, lavanda y a a mierda de las gallinas. Ese era nuestro escenario, el mismo en el que ella tenía para exhibir sus encantos de mujer a medio hacer. 

Yo no recuerdo la última vez que la vi sonreír. Espera, ¡sí! Ya me acuerdo. Estábamos en el campo. Como todos los veranos, la tía Clarisa nos invitaba por su cumpleaños a tomar limonada y dulces caseros, en su chalet. Recuerdo perfectamente aquel momento, en que Sergio se acercó con una margarita peculiar, se arrodilló ante ella y se pronunció: "¿Ves, Mecequita? le he quitado todos los "No", así que...ya no te quedará más remedio que decirme que SÍ". A todos los allí presentes nos dio un ataque de risa, menos a ella, que con una tímida y amplia sonrisa, recogió su margarita y se la plantó en el pelo (no sin antes, devolver lo que fue... su primer beso). Yo era una simple observadora, una testigo más de aquella preciosa, fresca y última sonrisa.

Sóliamos jugar a "la langosta buceadora". Era un juego estúpido a decir verdad. Cuatro de nosotros nos metíamos a la piscina, por la parte que no cubría el agua más allá de la cintura; en fila india nos poníamos uno detrás del otro con las piernas abiertas. El que estaba fuera tenía que coger carrerilla y pegar un salto desde el borde de la piscina y pasar por debajo de nuestras piernas arqueadas. Ganaba quien daba el salto más espectacular, sumando más puntos si aguantaba más tiempo debajo del agua. Sergio tenía la manía de pintar la puntuación en el suelo de cemento que había cerca de los bancos de madera, juntos a los columpios, a tres o cuatro metros de la piscina. Victoria siempre se enfadaba porque luego su madre le regañaba al ver las marcas de tiza por todas partes. Y entonces él se justificaba diciendo "Mecequita, si se pinta no se quita", mientras (en secreto) le pellizcaba un cachete del culo. 

Dieciocho de Julio, treinta y tres grados centígrados a la sombra, y los restos de agua servían de picadero a unas cuantas hormigas con las patas para arriba que parecían ahogarse. Las seis y cuarto de la tarde, lo recuerdo. La tia Clarisa había dejado una bandeja con sándwiches de nocilla y una jarra de limonada sobre la mesa, tapada con servilletas de papel para que las moscas y las avispas no se apoderaran de la merienda, y ya empezaba a contar hasta diez para que saliéramos del agua. El tío Jacinto, para dejarnos disfrutar más del agua, se ofrecía voluntario para contar, y como estrategia, siempre contaba de forma alternativa, saltándose números; así que llegar a diez era casi como contar hasta cien. Ya íbamos a salir del agua, cuando Sergio le pidió a Victoria que hiciera el último salto de langosta buceada, pues quería presenciar una vez más el baile retozón de sus pechos a medio hacer. Todos estábamos dentro de la piscina. Esta vez, Victoria quería hacer su mejor salto para ganar y no perder la costumbre de llevarse los cinco duros que todos poníamos como fondo en la tacita del nescafé. Le encantaba impresionar a Sergio, así que siempre se iba hacia atrás, lo más que podía, para coger mucha carrerilla y tomar impulso para el salto. Como siempre, así lo hizo, lo que cambió fue su salto, y con él el desenlace de lo que parecía una tarde más de ahogadillas, empujones, saltos de delfín y disputas por los puntos. Saltó hacia atrás, intentando hacer una voltereta en el aire.

Del resto de la tarde tengo vagos recuerdos, mi tío sacando a Victoria inconsciente del agua, mi tía gritando, mis primos llorando, y Sergio en la escalera de la piscina completamente inmóvil y con la margarita de un único pétalo mojada en la mano. El pétalo que le dejó en el banquillo del hospital esperando, el pétalo que le permitió seguir adelante con su vida mientras Victoria (entre tinieblas) se alejaba más y más de la suya propia, el pétalo que al final le dijo no.




sábado, 9 de noviembre de 2013

Confesiones de una Lóndoner

Bien, por dónde empezar sino por el principio. Estoy en esa media de población que, aún "presumiendo" de una preparación profesional adquirida, sigue (salvo el nombre) carente de algo propio, si acaso los apellidos. Treinta años, toda una vida dedicada al estudio, toda una vida preparándote para dedicarte a todo aquello que concierne y se aísla del trabajo forzoso sin una retribución convergente. Y al final, lo más curioso de todo, es que esa lucha por no caer en esa zanja en la que se ha derramado tanto sudor y sufrimiento de una generación que vivió para y por sus padres así como para sus hijos, ha sido en vano.

Te diría que soy psicóloga si pudiera, pero hasta el momento sólo puedo decir que soy licenciada en psicología por la Universidad de Jaén. Espero en unos años poder decir que vivo de mi profesión sin que ello signifique estar lejos de la familia, pero... tiempo al tiempo.

Me he pasado la vida estudiando, sí, pero no va conmigo esa frase calificativa de "no dar palo al agua", a pesar de haber gozado del privilegio de pertenecer a esa lechigada estudiantil, puedo decir que he tenido diferentes trabajos durante los veranos para poner mi granito de arena en el monedero familiar. A quién no le suena eso de embuchar berenjena en "Los Calzado", o el "cigarro de las doce" en la oliva más cercana mientras las parras te miran de reojo cargadas de uva verde o tinta, o pinchar sin destrozar la cebollita en vinagre de las banderillas de Las Conservas Castro... Recuerdo que mi primer sueldo fue de unas nueve mil pesetas, pelando cebollas, un verano que contaba trece años en mi DNI. Sí, he trabajado en muchos sitios, pero poco tiempo, por tanto aprendiz de mucho, maestro de nada.

Me aventuré este verano a distribuir panfletos por Bolaños y pueblos de alrededor, anunciando la posibilidad de llevar a cabo terapia psicológica a domicilio, pero como cabía esperar nadie llamó. Unos meses encerrada en casa, viendo como las ofertas del InfoJob y similares se iban apagando y la suma de solicitantes engordando. Así, un día, la providencia con forma de mujer (maravillosa, por cierto) me ofreció, además de su confianza y apoyo, la posibilidad de venir a Londres a buscarme la vida y vivir nuevas experiencias.

Imagínate, gracias a la ineficaz educación en idiomas que nos proporcionan en España, y además de los diez años que llevaba sin tocar el inglés, me vine a Londres con la esperanza de sobrevivir al vuelo sola, y a la llegada al nuevo mundo con frases prácticamente recortadas de un libreto en miniatura de cincuenta hojas, lo justo para ser educado y dar los buenos días, pedir un favor y cuatro palabras más y mal pronunciadas. Aún así, llegué en pleno Enero, con las rebajas en forma de "recortes" en mi bolsillo (lo que viene siendo ni un remedio), encontré trabajo a los once días de estar aquí. Recuerdo que me hablaba la manager sobre el puesto y yo no me enteraba absolutamente de nada, y después de tratar de repetirme una y mil veces lo mismo y yo no entender nada, me dijo: "Mira, haremos una cosa, ve con ese chico que te enseñe el trabajo y el recorrido, cuando vuelvas, si te sigue interesando el trabajo entonces hablamos", y por supuesto accedí. El trabajo consistía en ir con una bici con un carro y vender en distintas oficinas bocadillos, bebidas, bolsas de patatas y chocolates. Sí, vi el recorrido, algo que en un principio me pareció sumamente fácil porque estuve haciendo el "training" durante tres días acompañada don el chico. La cosa cambió cuando, en lugar de tirar únicamente de mí misma, se le sumó el peso del cajón con las cajas de comida y el "trolley", además de intentar no cambiarme de forma automática al carril de la derecha. Qué locura de día,  completamente perdida en todos los sentidos, sin tener la menor idea del valor de los peniques, ni del idioma, ni de si mi saludo spaninglish era más o menos comercial al entrar a las oficinas, y no hablemos de hacer el recuento a la vuelta, en el almacén de los productos vendidos para hacer después el pedido, imaginando en inglés sin parar de soñar en español. La nieve, la lluvia, el gélido viento del invierno, me estuvieron acompañando, junto a las agallas y la toalla que no se tira durante algo más de tres meses, hasta que me lesioné las rodillas y los brazos de arrastrar tanto peso.

He rondado en diferentes trabajos desde que llegué, dando rienda suelta al cultivo del arte de movimiento de muñeca mientras le saco brillo a un escritorio, un váter o una ducha; hasta cómo poner a dos dedos exactos del borde de la mesa los "chopsticks" mientras la salsa de soja se almacena en la despensa; o sirviendo café en una agencia de viajes árabe, o sirviendo copas para gente que viene con sus mejores galas a exigirte que tiene el derecho de ser atendido el primero mientras la barra se pone patas arriba. Pero sin duda alguna, el trabajo que más me ha marcado ha sido el que hice con la bici, que me ha hecho valorar, entre otras cosas, la importancia y el valor del optimismo, ver cómo te salen heridas en las manos del frio, ver como la nieve te cala hasta los huesos mientras una lágrima se congela en el lacrimal y te recuerda que todavía te quedan fuerzas para seguir adelante, una vez más.


¿Sabes? Una empieza a plantearse ciertas cosas cuando se ve envuelta en situaciones que no hubiera imaginado ni aunque te juren que van a pasar. Nunca imaginé que dormir en una cama individual fuera un tesoro, o que coger algún que otro sándwich de la papelera de la oficina fuera algo tan normal para llevarse a la boca, o que el cuerpo se adaptara a distintos horarios de trabajo de forma tan radical, o que el tiempo meteorológico pueda ser tan horrible pero tan insignificante a la vez que ni te plantees que el gélido frío pueda ser un problema para salir a lucha; porque no hay oponente más pernicioso en una guerra que tú mismo contra tus propias limitaciones. Te das cuenta por momentos cuán difícil es creerte cada día que eres capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa tan tonta como ir a un restaurante a dejar tu curricúlum (no sin antes haberte estudiado de memoria esa frase: “Good morning, i am looking for a job, can i leave my cv, please?”, y antes de siquiera pisar el escalón que te abre las puertas de las nuevas oportunidades, te tropiezas con tu cobardía y tu sentido del ridículo y te das la vuelta convencido de que en el próximo restaurante no te pasará lo mismo, que al menos serás capaz de pasar a dejarlo.

No sé aún cuando volveré a España, aún me quedan demasiados asuntos pendientes aquí conmigo misma. Sigue bailando en mi cerebro cierta frase que me acompaña (no siempre fiel) desde que aterricé en este país: “I can do it”, me gustaría que la frase cobrara sentido hasta el punto de que dejara de ser una idea y se convirtiera en un hecho.

Londres, la ciudad de las oportunidades, la ciudad más cosmopolita que han acertado a ver mis ojos hasta ahora. La ciudad que no conoce extranjeros, que simplemente los cobija y los atrapa. Distintos colores, olores, lenguajes, visiones, culturas, religiones, ideas… Todo un caldo de cultivo cultural que se va extendiendo de tal forma y hasta tal punto, que se podría vivir aquí sin tan siquiera dominar el idioma. Ya no es tan extraño ir por cualquier calle y cruzarte con un grupillo de españoles, y por supuesto cuando eso pasa es inevitable esbozar una sonrisa y acordarte de tu tierra. Pero me gusta esa sensación, esa sensación tan curiosa que tienes cuando estás en un país extranjero y para entender una conversación debes prestar atención, porque eso también significa que de no hacerlo…eres libre de no hacerlo. Hasta ese punto eres libre, hasta el punto de no tener por qué entender algo si no quieres. En tu país natal esa sensación es imposible de experimentar, porque quieras o no, y sin prestar el más mínimo de atención, te ves envuelto en conversaciones ajenas aunque ni siquiera participes. Pero aquí, aquí solo tú eliges cuando quieres desconectar o cuando te quieres involucrar, ya sea de forma pasiva o activa. Tal vez sea eso mismo lo que más he experimentado desde mi llegada: Libertad, y casi me atrevo a decir también: Tolerancia.

Muchos somos los que hemos salido de nuestra madre tierra, dejando nuestras familias a la espera de volver a vernos; muchos son los que se ven obligados a permanecer en un país que no te acoge con facilidad en demasía. Somos pocos los que vemos esta “obligación de partida” como una gran oportunidad de desarrollo, somos pocos los que sentimos que el mundo no empieza ni acaba en una ciudad o en una persona, sino que se dilata hasta el punto ese que llaman infinito, somos pocos los que tenemos un hambre voraz de comernos el mundo. Y entre esos pocos que no se quejan sino que luchan, que no abandonan sino que se levantan, entre esos pocos…estoy yo.

¿Cómo está siendo esta experiencia? Creo que podría definirla en una sola palabra, aunque por supuesto siempre me quedaré corta: Increíble.

viernes, 28 de junio de 2013

La bicicleta que te cabía en un bolsillo




1.    Sistemas de transmisión.
2.    Sistemas de cambios de velocidades.
3.    Sistemas de frenos.
4.    Sistemas de dirección.
5.    Sistema de rodamiento.
6.    Sistema de tracción.
7.    Sistema de suspensión.
8.    Sistema estructural.




Sistemas de Transmisión.

Los sistemas de transmisión son mecanismos que permiten trasladar el movimiento de una rueda a otra cuando ellas no se encuentran en contacto directo. La cadena o correa posibilita que giren en la misma dirección.
El sistema más habitual transmite el movimiento de las piernas sobre unos pedales enroscados a unas bielas montadas a unos platos dentados y este impulsa, mediante una cadena de transmisión un sistema de piñón libre y este a su vez a la rueda trasera.





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         He intentado infinidad de veces poner en movimiento la correa de mis dedos para escribir esta historia, pero la biela que separa los huecos de tiempo mal aprovechado y mis fraudulentos deseos de comenzar ha sido demasiado espaciosa.

        Si algo he aprendido hasta ahora cuando un folio blanco te desafía, es sin duda dejarlo estar hasta que los borbotones de tinta de tus uñas se esparzan con la potencia de un geiser y la necesidad de empapar la superficie sea mucho más intensa que la fuerza de mil hombres por taparlo.

      Tal vez la manera más acertada de esbozar el principio sea resaltar es sin duda su color, un distintivo marrón anaranjadorrizo, un nuevo color que emerge inventado por los conos alquimistas de mis retinas. Sus gentes nativas jamás hicieron el amago de comprender sus entrañas, la luz del sol enojado no acostumbra a hacerle justicia a la belleza de sus curvas sextillizas, ni siquiera la danza de las ramas de los árboles que sueñan con las picaduras desprovistas de los insectos aciertan a darle un cálido significado de su existencia. Esa peculiar forma que tiene de transformarse a cada segundo, Londres, la ciudad invernadera que tan solo permanece quieta cuando los ojos que la miran la esquivan.

      Dar el primer paso siempre es importante, o al menos eso nos enseñaron. El primer beso, el primer amor, el primer sobresaliente, el primer matrimonio, el primer hijo, el uno encabezando  al resto de la lista. Pero hay algo que se nos escapa de las manos en esta teoría primer/o/a/un-o/principal, el cero. Porque todo parte de la nada y perece en ella. El cero, ese arco vacío con una cavidad que se abre y se cierra hasta obtener el caos elevado a su mínima potencia abrazada al infinito. Y de cero surgió la idea de embarcarse  a ese viaje a lo desconocido, a esa ciudad azarosa que estaba llamando a gritos de silencio desde los rincones más polvorientos y anhelantes de sus entrañas; hacia sí misma, y por una vez, como personaje principal de su propia historia.

     "¿Y qué digo al llegar? Espero que este avión sea seguro, ese tipo de al lado parece tan tranquilo leyendo un periódico en inglés. Y esa azafata, no entiendo absolutamente nada de lo que está diciendo, por los gestos que hace con las manos y por lo que recuerdo de la única vez que viajé en avión cuando tenía once años, creo adivinar que está dando las instrucciones para abrocharse el cinturón, y una serie de pautas que  hemos de seguir en caso de que hubiera problemas mecánicos en el avión y todos tuviéramos que decir adiós en silencio a nuestros seres queridos. Espero que eso no pase." Son las frases que centrifugaban sin cesar en su cabeza disfrazadas de miedo.

      Dos horas son una vida cuando se trata de poner en marcha un plan, o mejor dicho, cuando el problema radica en la elaboración de ese plan.

domingo, 3 de febrero de 2013

Conversaciones íntimas. De Sensei a Otaku


     Sacar la mierda ayuda a darse cuenta de lo mucho que acumulas cuando en realidad sabes que no te hace falta, pero sin saber realmente porqué... lo guardas. Vivir, al fin y al cabo es eso, ¿no? Vivir.
     
     El problema de los que damos sin tener medida es que al final, en algún momento, nos quedamos vacíos. La jodida válvula enseguida se da de sí, y la sensatez se escapa apresurada por las grietas, mientras te enseña el culo, te hace un corte de manga, y te dice burlona: "Ahora te jodes con tus dos amantes: la soledad (siempre tan fiel y tan puta) y la ingenuidad (pegajosa como ella sola). Pero lo que más jode es, cuando a modo de portazo en las narices, te dice: "lo sabía".
     
     ¿Sabes? La mierda apesta a kilómetros luz de distancia, venga de donde venga, ya proceda de las bestias (menudo puto nombre para designar a los pobres animales que, casualmente, siempre hacen el trabajo sucio, y lo peor, sin estar remunerados). El caso es, que la mierda huele a distancia, se te mete por los agujerillos de la nariz sin siquiera poder evitarlo. Es curioso, por mucho que odies un olor, no puedes decir: "pues ahora no lo huelo porque me da angustia". ¡Ja! ¿Y qué? Prueba y verás, a no oler, prueba. ¿Qué pasa? No puedes, simplemente te ahogas. Así es la mierda, huele, por muchas vueltas que le des no va a dejar de apestar. Te puedes alejar de ella, sí, pero aún así está ahí, esperando a ser barrida. Porque para limpiarla primero te tienes que acercar, mirarla, y echarle un par de huevos para coger la pala, y aún intoxicándote en el intento, tragar la arcada que te provoca el acto de siquiera arrimarte, y luego decir: "A tomar por culo, lo barro y punto".
Al final no se trata del pico, la pala, o el cubo; sino de huevos. Al final, siempre son los huevos.

     Los olores fétidos, dibujan muecas lo más parecidas a una sonrisa invertida, cuando alguien se arrima a ti, a pesar del mal olor que desprendes, y sin previo aviso te da un abrazo.
Nos retozamos bien en la mierda, suerte que podemos plasmarla (más o menos en un "folio"), al menos mientras nos decidimos o no a barrerla... pintando el hueco imaginario que deja libre, nos hace sentir mejor.

      Creo que debo pasar un largo tiempo sola, justo hasta cuando las ganas de besar a alguien sean tan descafeinadas, que en un intento de aproximarme a unos labios no me puedan las ganas de morder, y la esencia que llevo dentro no se funda con la lengua ajena. Me da miedo perderme por el afluente de fuego que deja esa saliva, esa saliva que te empapa sin ni siquiera llegar a mojarte. Esa saliva que te retiene, y sin tú poder evitarlo... te hace tuya. Si beso, pierdo. Mejor caminar sola.

     Mi cara de tragicomedia, ésta es. El eterno payaso que sonríe sin mover los labios. No es sino una ilusión óptica que se produce gracias al efecto de un buen maquillaje. Es la más sincera, o por lo menos es la que me hace tener los pies en la tierra. Y que la expresión "Tener los pies en el suelo" se la denomine como realista, cuando no denota sino un grandioso e irrevocable pesimismo. ¿De eso se trata? ¿Eres más realista cuanto más pesimismo te sale de las venas? Es injusto. Algún día, aunque sea a pequeña escala, cambiaré el significado. Para que "tener los pies en la tierra" sea sinónimo de saber que puedes hacer cuanto estés dispuesto a hacer. Maldito realismo pesimista, me cago en el concepto. Así retroalimentas el malestar, insinuando que estar ilusionado, y creer que eres alguien, solo es momentáneo a la par que ingenuo. Pues me niego. Y no es hipocresía, al menos quiero pensar que los momentos de desolación son precisamente los que son efímeros, y como todo... pasan.





miércoles, 23 de enero de 2013

Rubén Ravelo

Siempre he considerado  la capacidad de sorprender como el férreo instrumento que solidifica el ingenio. Es una característica que alabo en términos generales en la forma de ser de una persona, pero más encomiable  me parece cuando ese "condimento" perplejo lo encuentro en un texto, tal como "El quebrantador de sueños" escrito por Rubén Ravelo. Un micro embellecido con una prosa oscura, casi gótica (me atrevo a decir), una prosa que te engancha y te lleva al vacío, justo donde se pierde y se encuentra su protagonista, porque ¿dónde puedes encontrar mayor oquedad que en el mundo de los sueños...? 

Un escritor que tan sólo acaba de empezar, un escritor capaz de colmar sus escritos con agridulce sonoridad, así pues, corres el riesgo si te embaucas en su prosa de no saber qué vas a encontrar.
Podéis localizarlo en: http://elrincondebencho.blogspot.co.uk/ 


El quebrantador de sueños 

Compone las suaves melodías de sus deseos en su onírica dimensión, de pronto cae en remotas distancias repletas de infamia. Nunca dispuso de la necesidad de estrellarse entre sus mundos, pero el día tenía que llegar y ella lo presentía; aún bajo su narcótico efecto disuadido en seda y algodón, sumergida en la comodidad de sus perfumadas almohadas color granate, aún así lo venía llegar. Descubrió así, con el temor, su fascinación por brincar de planeta en planeta, rozando con sus dedos cada constelación; recordando, con sonrisas bañadas en lágrimas, cada una de sus inenarrables aventuras. El enlace se rompía y la sangre brotaba entre las nubes de un otoño cualquiera. Cuando las amígdalas se le irritaron compuso su último preludio, una canción que daba triste inicio a su hastío, mientras aquel monstruo disipaba, con infinita crueldad, la bella nebulosa que con tanto esfuerzo habían formado sus más profundos sueños. Y así se concretaba el abyecto robo de una voluntad que sólo aparecía cuando ella cerraba sus ojos, en esos difusos y coloridos paisajes errantes, en tiempos aquellos… cuando esperaba a que el sol no volviera a aparecer jamás.







Enhorabuena, querido amigo. Gracias por compartir tu bella prosa y por no dejar de sorprendernos.



Concurso entre amigos :)

El quebrantador de sueños (Ganador)

Compone las suaves melodías de sus deseos en su onírica dimensión, de pronto cae en remotas distancias repletas de infamia. Nunca dispuso de la necesidad de estrellarse entre sus mundos, pero el día tenía que llegar y ella lo presentía; aún bajo su narcótico efecto disuadido en seda y algodón, sumergida en la comodidad de sus perfumadas almohadas color granate, aún así lo venía llegar. Descubrió así, con el temor, su fascinación por brincar de planeta en planeta, rozando con sus dedos cada constelación; recordando, con sonrisas bañadas en lágrimas, cada una de sus inenarrables aventuras. El enlace se rompía y la sangre brotaba entre las nubes de un otoño cualquiera. Cuando las amígdalas se le irritaron compuso su último preludio, una canción que daba triste inicio a su hastío, mientras aquel monstruo disipaba, con infinita crueldad, la bella nebulosa que con tanto esfuerzo habían formado sus más profundos sueños. Y así se concretaba el abyecto robo de una voluntad que sólo aparecía cuando ella cerraba sus ojos, en esos difusos y coloridos paisajes errantes, en tiempos aquellos… cuando esperaba a que el sol no volviera a aparecer jamás.
(Rubén Ravelo

El quebrantador de sueños 

El paciente ya estaba preparado. Hacía minutos que había aparecido en la consulta. Lo prepararon, lo raparon, masajearon su cráneo con un frío gel conductor, le añadieron las sondas, los sensores, los electrodos amplificadores y le inyectaron la nueva solución enteógena diseñada por el laboratorio. No tardaría mucho en olvidar todos sus traumas y preocupaciones. Entonces se quedó dormido. Los médicos necesitaban alcanzar la fase REM para poder intervenir, por lo que esperaron observando sus monitores en silencio. De pronto, sus equipos comenzaron a dar señales inequívocas de ensueño: el hipnograma advertía de que el paciente soñaba. Conectaron el videotransmisor de imágenes oníricas y observaron. Se dispusieron a eliminar uno tras otro aquellos traumas que el paciente había vivido según se presentasen. Habían llegado ya a la infancia del soñador, pero sin embargo, no habían hallado todavía más que traumas irrelevantes. Ya se daban por vencidos cuando un ensueño más intervino. Una oscuridad absoluta lo conturbaba, los sensores silbaban alarmados, su cuerpo se estremecía. Y al final de túnel apareció una débil luz mientras que el paciente se resistía temblando y llorando. «No hay nada que hacer» suspiró el quebrantador, «el trauma de este muchacho es la vida» aseveró.
(Malvado Dylan)

El quebrantador de sueños 

La primera vez que vimos el artilugio, pensamos que estaba loco. Había cables repartidos por todas partes, un extraño bidón vomitaba humo de colores, y una brujita peculiar pendía de un hilo sobre uno de los alógenos que iluminaban el habitáculo. Llevábamos dos semanas sin verle, había estado encerrado en el sótano elaborando esa extraña maquinaría que bautizó como “Quebrantador de sueños”. Deseaba presentarlo en la feria tecnológica que se celebraba cada tres años en la ciudad, con la intención de patentarlo. El funcionamiento era sencillo en apariencia, tan sólo debías introducir la mano en la apertura del centro, el calor corporal activaba el pequeño dispositivo y el láser actuaba como lente de contacto registrando la actividad del hipocampo. Localizada el área, la máquina actuaba mandando mensajes inhibidores de actividad temporomedial cerebral.
Mamá había intentado quitarle la idea de la cabeza varias veces, tratando de convencerle de que sus inventos suponían una pérdida de tiempo: “Ya no eres un niño, Julio, deberías pensar en nuestros hijos, y buscar un trabajo decente”. Quizá fuera el repiquetear de aquella frase en los oídos el principal motivo por el que papá creó el artefacto, para dejar de soñar y ser simplemente uno más.
(Rosa)

lunes, 21 de enero de 2013

El Quebrantasueños


Ya lo decía mi padre cuando éramos pequeños: “No metas la mano cuando lo que te quepa sea el brazo, en el intento te quedarás cojo”.  Esa misma frase revoloteaba por la casa, a la hora de la comida, el único instante en que todos nos reuníamos para parecer una familia. Dani, ya mostraba trazas de ser un auténtico calzonazos. Si le pedías agua, te traía el océano en su regazo; si le pedías ajos, podías reconstruir la Muralla de Adriano y espantar a cualquier noctámbulo sanguinario que se atreviera a cruzar. A menudo,  aparecía en la habitación con la cortina del baño anuda al cuello, empuñando el palo de la mopa, vociferando: ¡Soy el dios de la luna de Júpiter, y mi misión en la tierra es exterminar el mal humor!
Era así, un pobre entusiasta, un mal nacido capaz de arrancarte las piedras del aburrimiento de un plumazo y construir en un segundo una vida entera de ilusiones sobre el ortejo mayor de tu pie izquierdo.
Aún no entiendo cómo de siete días que tiene la semana, él inventó un octavo para precipitarse sin previo aviso por el quebrantasueños (el pozo del jardín), en el intento de colgar un cartel que ponía: ¡Sonríe o Muere!

viernes, 18 de enero de 2013

Aquí también hay luz



Estaba escuchando esta canción, y por un momento y sin saber por qué, me ha llevado a hacerme una pregunta: ¿hasta cuándo exactamente, o mejor dicho, en qué punto uno se da cuenta os es consciente de la realidad? Hasta hace apenas unos días, lo más que alcanzaba mi vista a observar eran los huecos o poros de la rejilla verde de la mosquitera, cuya luz, que entraba tímidamente por la ventana, no pasaba sino a través de un escuálido y humilde patio, cuya anchura no da para más que para una espalda no muy holgada. Entonces, salir con la bici por el campo y que me diera el aire en la cara era tanto o más como bajar por una lanzadera de feria. Y esta mañana, me daba cuenta de lo pequeñita  e  insignificante que soy, al ver cómo funciona la vida; al ver cómo un mogollón de personas, cada uno con una historia, con un origen, pasan por mi lado, con prisas, sin más orientación que la del éxito; más jóvenes, o incluso más maduros, con puestos tan inalcanzables como el sol. Y no es envidia, sino admiración.
Ahora, mientras estoy aquí en la cama y contemplo a través de la ventana, no veo una rejilla humilde y verde. No. Veo grandes edificios, con luces encendidas por todas partes, lo que significa que ni de noche la ciudad descansa, lo que significa que la realidad no es otra que la que va más allá de lo que abarca tu mirada, o mejor dicho de tus propias posibilidades. Pero es más, no me tengo que ir a la gran manzana donde están los grandes tiburones, en la calle me cruzo a diario con gente más joven que yo, vinieron sin nada prácticamente, lo justo para empezar, y aquí están, dominan el idioma, hacen sus vidas con su trabajo, sus gentes, etc. El ahora, el ahora es lo que de verdad importa. Mañana quién sabe, o pasado... Pero el ahora es lo único que manejamos (bueno, en cierta medida, mucho porcentaje se nos escapa de las manos). Cada decisión que tomas en un segundo cambia el transcurso de tu vida, ¿no da vértigo eso? a mí me da mucho, pero me gusta. Puedo escoger el camino de la derecha, y mi vida será distinta porque me toparé con aquella persona con la que viviré tal experiencia por corta que sea, eso me llevará a tomar otras decisiones que engloben a otra gente, pero...¿y si tomo el camino del suroeste? ¡Igual! las circunstancias serían totalmente diferentes.
Una página en blanco nunca se aburre ni se cansa de leer, está ahí, esperando a ser manchada. No es melancolía lo que siento, es admiración por cómo el curso de la vida puede cambiar en un segundo, en un segundo en que piensas de pronto: ¡SÍ!, o piensas: ¡NO!, o igual piensas: ¡NO LO SÉ! en cualquier caso, siempre estás actuando, y eso te conduce a tu destino (y no me refiero al destino en el sentido romántico). ¿No es maravilloso comprobar que en un segundo de pronto puedes estar haciendo algo con lo que soñabas, o algo que jamás hubieras imaginado? La vida y su curso, es algo que no dejará nunca de sorprenderme, de maravillarme. Me maravilla mirar hacia delante y no saber si cuando salga mañana me tropezaré y me escocerá la herida, me gusta saber que cada momento es un desafío que estoy dispuesta a superar, como si cada intento de salir airosa fuera una confirmación de que realmente puede que no sea tan miedosa y mierdosa como he pensado todos estos años, y comprobar que el mero hecho de pensar que no valgo un carajo fuera solo una retribución al miedo que siempre he sentido de fracasar. Pero es ahora cuando salgo ahí fuera y la inmensidad me arropa, cuando pienso que: qué carajo, tengo hambre de vida como la que más, y sí, tengo miedo, tengo miedo de parecer una ignorante, pero es algo que no se va a hacer conmigo, ni mañana, ni pasado, ni al otro. Con cada paso que doy hacia esa inmensidad me siento más persona, más segura (y no es un anuncio de compresas), me siento más...Yo. Como un pájaro que vuela, como una pluma que gira sin rumbo hasta desaparecer en algún rinconcito lleno de todo y de nada al mismo tiempo, porque así es el infinito, ¿no?".

lunes, 7 de enero de 2013

El desvanecimiento de las musas de Enero


      Una noche oscura y fría. La lluvia se exhibe como telón de fondo y los cohetes anuncian la entrada del nuevo año repiqueteando iracundos al otro lado de la ventana, la que da al patio de luces. Enero lo tiene todo previsto: una cama blanca de papel (individual, le gustan los espacios hechos a medida), un licor aventurado a posicionarse entre el sabor amargo y el cítrico, y un cauce de tinta al borde del vaso medio lleno en sus manos.

El ambiente yace cargado de expectativas que cumplir. Lleva horas esperando a que sus tres preciosas concubinas aparezcan por sorpresa, como suelen hacer,  con las mejores alhajas, ropas y sin más equipaje que sus provocativas intenciones. Enero, hace rato que ha acalorado el clima con música envolvente, pues unas notas bien escogidas son la señal fehaciente que necesitan tres  burbujas para danzar en el aire, y mezclarse sin llegar a tocarse a un ritmo efervescente.

Espera ansioso, viendo cómo el segundero de la paciencia se iba encogiendo, y encogiendo y encogiendo…,  hasta casi adoptar un aspecto quebradizo y fantasmal. Pero casi en el último aliento de esperanza que le cobija en aquel solitario habitáculo, y de repente, aparecen las tres: Lira, Tesam y Pasina; preciosas, fogosas y sonrientes, como cabía esperar.

Enero nota unos largos y finos dedos acariciándole el cabello, sin duda alguna es Lira. Nunca presumió de ser la más bella, pero era la única reina capaz de darle brillo y firmeza a las huellas que él mismo deja en su cama de papiro. Pronto Tesam se hace notar. Su silueta cargada de líneas rectas, se amolda a la cintura de Enero, y son sus caricias contorsionistas las que corretean por el torso hasta alcanzar la parte del pecho que a él le cuesta conceder.

Entretanto, Enero empieza a advertir cómo el derroche de tinta china se va acumulando al filo de sus dedos, y cómo éstos, al borde de la desesperación, juguetean a ser Dios. Pero es Pasina la que siempre domina el terreno de juego, es la diva efímera de la volubilidad; es su agua en el desierto, su mendrugo de pan en la catedral, su puñado de arena, su sal; su agujero de lombriz, su ombligo, su luz de neón en la oscuridad, su ceda el paso, su pasaje a la integridad. Pasina actúa a modo de ritual, es impuntual, caprichosa y mordaz; primero le mira a los ojos, para asegurar el cargo de supremacía de poseen sus pupilas; convencida del dominio que tienen sus ojos de cascabelescos de emperatriz, se relame el filo de los labios, lista para morder. Enero está atrapado entre las curvas y rectas antojadizas de las tres figuras que conforman la divinidad. Un halo de erotismo ahumado se apodera de su resistencia para dejarse arrastrar, cayendo en un abismo orgiástico, alejándole de la realidad. Caricias, mordiscos, arañazos y gemidos de palabras que se van trazando sobre su mesa de escritorio; ríos de vino encontrando el cauce en un papel que tan sólo momentos antes parecía virginal. Los colores de la sala juegan a mezclarse. El sabor a mirada lasciva lo impregna todo. Enero está a punto de eyacular; su sangre se amontona coagulada sus venas, comienza a notar la presión. Pero siempre es Pasina la que juega no terminar, la que lleva el Royal flush  pero no se detiene a enseñar. Es Pasina, la que sin previa despedida se va. Como ahora, que ha dejado su esencia en la cama sin apenas haberla rozado.

Es cuestión de segundos que Lira y Tesam se desvanezcan en el olvido, junto a Pasina. Y antes de que Enero sea consciente del tiempo de placer que le queda, de pronto, la luz del amanecer entra por la rendija de la ventana, alumbrando la única imagen que yace entre las cuatro paredes de la habitación: su propia sombra, la soledad.