domingo, 23 de diciembre de 2012

El último cachulero



La cocina campera parece más fría y solitaria que de costumbre, al menos eso piensa Arturo mientras elabora un nuevo cachulero para su cuñado. Es tal la afición de Ernesto por la captura y elaboración de caracoles en salsa, que el último cachulero le duró no más de seis meses; o eso, o tal vez sea su naturaleza de hombre de Cro-Magnon desordenado (como dice Rita, su mujer). Arturo, a sus setenta y cuatro años, ya no se sorprende del poco cuidado que tiene su cuñado con las cosas, y ni mucho menos aspira a hacerle comprender a estas alturas, cuánto esfuerzo le supone hacer ya las labores de esparto.

Entrelazando las hebras, un pinchazo le devuelve a Arturo, de pronto, a aquel diez de diciembre que se dirigió al mercado del barrio y la vio por primera y última vez. Era un mujer corpulenta, con curvas bien pronunciadas; una melena negra y rizada y un tanto despeinada, pero muy femenina, muy mujer, como a él le gustan. Su mujer, le había encargado un kilo y medio de sardinas, "de las más frescas y más chicas" dijo en tono sargento. No sabe exactamente qué fue lo que sintió al verla, pero si notó una presión bastante considerable a la altura de la bragueta. "¿Qué te pongo, cariño?" preguntó ella con una sonrisa flamante, "kilo y medio de sardinas, por favor" contestó él, tímido.
"¿Me he sonrojado?" se preguntaba extrañado, no era algo a lo que estuviera acostumbrado, y menos a los cincuenta y tres años. Debía haber sido ese pezón erizado que sobresalía por la camisa blanca, el que le había sacado los colores; y fue al tocar sus manos, al coger la bolsa de las sardinas y notar sus dedos fríos y húmedos, cuando creyó que la sangre se agolpaba de pronto en las sienes y creyó estallar. "Aquí tienes, cariño" dijo ella con una sonrisa amigable. Arturo no dijo nada, no pudo, asintió educado. Cogió su bolsa, pagó con dinero suelto y se marchó.

Hubo más jueves de mercado, hubo más encargos de última hora y con prisas de su mujer caprichosa y tan cargada de antojos, pero no hubo más curvas sinuosas, ni rizos a altura de la cintura ni pezones deseosos de mordiscos por sorpresa. Jamás la volvió a ver. Pero sigue preguntándose mientras trenza el cachulero, qué hubiera pasado si al mirar para atrás, como hizo aquel día, en lugar de marcharse, hubiera retrocedido y se hubiera acercado a ella para preguntarle: "¿Nos vemos cuando termines?





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