sábado, 29 de septiembre de 2012

A los chicos que me amaron



Creo que lo primero que me llamó la atención cuando vi la imagen…fue el asterisco. ¿Una declaración con letra pequeña? Como si de un medicamento con prospecto se tratara: Te Amo*. Rápidamente, y con previo aviso de la persona que me mostró el cartel, me aventuré a leer la letra pequeña:
 “Frase sujeta a fluctuaciones hormonales, variaciones de interés, participación de terceros y cambios de acuerdo a la oferta y demanda del mercado. Infórmese sobre la tasa de fidelidad efectiva a través de fuentes confiables. Infórmese sobre el nivel de participación del deducible (ex). La frase no garantiza estabilidad ni en el corto, mediano, ni largo plazo, asumiéndose absoluta responsabilidad de las partes el nivel de expectativa asociada. La frase no representa necesariamente la idea que el titular tenga de ella y su pronunciación puede estar condicionada a tasas de costumbre, obsesión, miedo, o dobles intenciones. En caso que la frase se use en un contexto de penetración temprana, se recomienda dudar de su validez, del mismo modo en situaciones que involucren alcohol, drogas, depresión, sonambulismo y/o menores de 24 años. De no cumplirse los requisitos copulativos, se pondrá en serio riesgo la vigencia del titular y nada garantiza su continuidad en caso de dejar a libre disposición de la contraparte, fuentes de información como: e-mail, redes sociales y/o celular. Términos sujetos a condiciones de renovación.”
La primera vez que lo leí me quedé paralizada. ¿Un “Te Quiero” apasionado con instrucciones de uso? La segunda vez que le eché un vistazo todo ese repertorio de frases expuestas a modo de escapare cobraron sentido en algún que otro recuerdo con forma de corazón. Me atrevo a incorporar a tal definición un elemento que no se menciona: El Precio. Porque en esta vida todo tiene un coste. Creo que lo primero que deberíamos preguntar, cuando al tener frente a nosotros a esa persona que te provoca extrañas sensaciones estomacales, no es “¿Cuánto me quieres?”, “¿Cuánto durará lo que tenemos?”, o simplemente “¿Me quieres?”, no, estas preguntas suponen un gasto de saliva y tiempo que podríamos estar aprovechando en un beso o una caricia. Dos son las preguntas que deberíamos hacer: ¿Cuánto estás dispuesto a pagar tú para/por quererme? ¿Cuánto estoy yo dispuesto a pagar yo? Porque no puedes atravesar las barreras que abren o cierran un corazón ajeno sin pagar un peaje. Por supuesto, cada uno apoquina con lo que puede: una casa, unos hijos, un beso, una mirada, una caricia, unas palabras, unos cuantos sueños, y a veces, una vida y hasta una muerte… Todo depende de la intensidad con la que te atrevas a pronunciar esas dos palabras o, lo que es peor, a sentirlas. Sí, sentirlas sinceras al salir de tu boca… Mal síntoma es ese. Síntoma de que estás dispuesto/a a pedir lo que entregas,  porque el amor de por sí… ya es egoísta. Pero dejémonos de síntomas y tecnicismos, que eso a mí…no me pega.
Y ese miedo tan tonto y tan dulce que se siente cuando ves cómo te vas fuera de ti, y para recuperar el control te arropas con las más estúpidas excusas… Ay… que ternura. Creo, no, estoy segura de que querer sólo lo he hecho una vez, pero enamorarme...demasiadas. Porque querer es algo muy distinto a enamorarse. Sólo se quiere a alguien cuando las excusas para cerrarte se han agotado y sólo cabe la opción de ser tú mismo, sin más armas que tus virtudes y tus defectos servidos en bandeja. En cambio…enamorarse es tan fácil, tal vez dure segundos, a veces hasta horas, pero se agota a la más mínima aparición de un absurdo y mínimo defecto. Enamorarse de esa forma tan apasionada y absurda no es sino idealizar algo que sencillamente no existe. Ese enamoramiento por el que eres capaz de invocar al mismo demonio, ese, por el que venderías tus entrañas, ese…lo he sentido más veces, pero ha durado hasta que el miedo a dejarme llevar da el toque de queda. Y tal vez sea eso, que separo el enamoramiento del querer porque, estando en un extremo o en otro, nunca me dejo arrastrar por la corriente.
A veces pienso que me he vuelto demasiado cínica, que derrocho energía cerebral cuando se trata de hablar del corazón, y sólo al articular las palabras: amor, corazón, alma…, se dibuja una mueca rara en mi boca, de burla y desgana. Porque, sinceramente, ¿para qué sirve el amor si no es para herir o que te hieran? Es cierto, deberíamos tener un prospecto de uso antes de sentirlo. Pero…seguro, cometeríamos los mismos fallos, que no son otros que los que nos hacen ser, simplemente, nosotros mismos.
Me está costando la misma vida escribir este texto, no tengo problemas para inventar relatos, cuentos de mayor o menor extensión, no, eso no me cuesta, pero hablar del corazón y más del mío en particular…eso ya es otra historia. Porque para  inventar un cuento sólo hace falta la imaginación, pero para explicar lo que siente y cómo lo sientes lo que hace falta es tener agallas. Porque no es lo mismo ser calificado que ser juzgado. Un relato puede ser calificado (mejor, peor), pero un sentimiento dicho con el corazón siempre es juzgado. Y sí, digo corazón, porque yo, quiera o no quiera,  siento  con el corazón y ya puestos, con el estómago. Son los dos únicos órganos de mi cuerpo que me avisan de los contratiempos: fuertes latidos que me hacen pensar a veces que en cualquier momento el pecho me va a estallar, y por suerte o desgracia, unos ruidos estomacales tan terribles que parece que de la fuerza se me va a escapar “el punto”.
¿Por qué puede ser? Ese constante miedo, ese miedo que te tatúa la sangre y te hace cometer el más contagioso y monumental error: huir. Porque llevo huyendo tanto tiempo que ni siquiera sé dónde está el punto de partida. Porque me ha llevado a pensar ese “Te amo” (que sería la combinación de querer y enamorarse)  en una extraña conclusión: Que tal vez no supe amar a los que me quisieron ni querer a los que me amaron.
Porque ya me lo dice mi madre: “Rosa, hay que ser constante, no puede uno tener arranque de caballo y parada de burro” y quizás sea eso, que no puedo ser constante, que me dejo llevar como una veleta endiablada por la tolvanera, y tan pronto estoy en Pinto como estoy en Valdemoro. Que no me puedo atar con la cuerda del confort y la seguridad. ¿Será capricho? ¿Síntoma de inmadurez? ¿Será miedo? Quién sabe… Que ni yo misma me entiendo. Puede que no esté preparada para una guerra de dos a distancias cortas, puede que no esté hecha para las cosas que no tienen fecha de caducidad, puede que me motive sólo lo que sé que no puedo tener, puede que sólo sean excusas, puede que no esté el amor hecho para mí o, simplemente, puede que yo no esté hecha para amar.


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