La cocina campera parece más fría
y solitaria que de costumbre, al menos eso piensa Arturo mientras elabora un nuevo
cachulero para su cuñado. Es tal la afición de Ernesto por la captura y
elaboración de caracoles en salsa, que el último cachulero le duró no más de
seis meses; o eso, o tal vez sea su naturaleza de hombre de Cro-Magnon desordenado (como dice
Rita, su mujer). Arturo, a sus setenta y cuatro años, ya no se sorprende del
poco cuidado que tiene su cuñado con las cosas, y ni mucho menos aspira a
hacerle comprender a estas alturas, cuánto esfuerzo le supone hacer ya las labores de esparto.
Entrelazando las hebras, un pinchazo le devuelve a Arturo, de pronto, a aquel diez de diciembre que se dirigió al mercado del barrio
y la vio por primera y última vez. Era un mujer corpulenta, con curvas bien
pronunciadas; una melena negra y rizada y un tanto despeinada, pero muy femenina,
muy mujer, como a él le gustan. Su mujer, le había encargado un kilo y medio de
sardinas, "de las más frescas y más chicas" dijo en tono sargento. No
sabe exactamente qué fue lo que sintió al verla, pero si notó una presión
bastante considerable a la altura de la bragueta. "¿Qué te pongo, cariño?"
preguntó ella con una sonrisa flamante, "kilo y medio de sardinas, por
favor" contestó él, tímido.
"¿Me he sonrojado?"
se preguntaba extrañado, no era algo a lo que estuviera acostumbrado, y menos a
los cincuenta y tres años. Debía haber sido ese pezón erizado que sobresalía
por la camisa blanca, el que le había sacado los colores; y fue al tocar sus
manos, al coger la bolsa de las sardinas y notar sus dedos fríos y húmedos,
cuando creyó que la sangre se agolpaba de pronto en las sienes y creyó estallar.
"Aquí tienes, cariño" dijo ella con una sonrisa amigable. Arturo no
dijo nada, no pudo, asintió educado. Cogió su bolsa, pagó con dinero suelto y
se marchó.
Hubo más jueves de mercado, hubo
más encargos de última hora y con prisas de su mujer caprichosa y tan cargada de antojos, pero
no hubo más curvas sinuosas, ni rizos a altura de la cintura ni pezones
deseosos de mordiscos por sorpresa. Jamás la volvió a ver. Pero sigue
preguntándose mientras trenza el cachulero, qué hubiera pasado si al mirar para
atrás, como hizo aquel día, en lugar de marcharse, hubiera retrocedido y se hubiera acercado a ella para preguntarle: "¿Nos vemos cuando termines?