Autorretrato de un psicópata.
Cinco de agosto de 1947, en el
trastero del número cincuenta y cuatro de la Calle Pez Espada. Aún se puede ver
el arsenal perfectamente colocado y las moscas revoloteando sobre la tulipa del
rincón derecho que ilumina los trozos de carne recién cortada. Ha probado todo
tipo de desinfectantes, pero ninguno neutraliza el olor a podrido. Asqueado, se
coloca frente al espejo y se traza una línea en la parte izquierda del pecho.
Cuán sorprendido queda al descubrir que el hedor, que lleva intentando
exterminar desde hace tiempo, mana del hueco que jamás ha sido ocupado por el
corazón.
En honor a la verdad.
Sopla con desgana y al ver su
cara de consolación, sin más, coge sus bártulos y se va. El escozor de sus
bajos dio el toque de queda hace un par de horas, cuando del último gemido, las
sábanas se tiñeron de rojo. Sin besos de despedida, sin números de contacto,
únicamente se lleva su fragancia tatuada en la lengua, por si en un día de
celebración onanista le hiciera falta. Ya en la puerta de su vida perfecta,
justo antes de introducir la llave, saca su disfraz de princesa y sonriente se
dispone, como cada día, para la ocasión.
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