Los kilómetros se amontonan en la guantera, la lluvia se hace espesa en el parabrisas, mientras el tiempo se acelera al compás de la velocidad. El pedal de freno desapareció de su voluntad curvas atrás, ahora el único ronzal se esconde dentro de sus ansias por saber hasta dónde puede llegar. El acelerador pisa a fondo hasta tal punto que las yantas empiezan a evocar un mínimo, pero constante, temblor.
Ciento Cincuenta y dos kilómetros hora, ciento sesenta y tres, ciento setenta y uno...y así progresivamente la aguja va perdiendo el control.
Ipso facto. Lo único que ha quedado reconocible en el asfalto es esa tirita roña y colgandera que llevaba con grapas en el lado izquierdo.