Se sube a la parra como de costumbre, y no es una mera forma de hablar, literalmente se sube a la parra que está justo a su espalda cuando la encuentra pegando saltos para coger unos higos. Inés se ha traído la típica bolsa de tela para llenarla de higos, siempre dice que la tarta que hace su madre de queso con mermelada de higo tiene ese toque delicioso porque él sabe escoger los más sabrosos. Inés, entre risitas sonrojadas, le presta ese voto de confianza. Qué más da si los higos son los más sabrosos o no, al menos buena es la excusa para que sus manos se rocen cuando él los mete dentro de la bolsa. Esa caricia que más bien es un susurro de palabras que salen a gritos por los poros silenciosos de su piel. Blas apenas siquiera es consciente de que la boca puede traicionar a los ojos, después de todo, hoy no va a ser un día distinto. Pues ¿con qué palabras se puede defender un ciego, si aún teniendo ojos videntes tiene las pupilas mudas?
Se duerme en lo laureles como de costumbre, y no es una mera forma de hablar, literalmente se ha colgado de la rama de uno de sus antojos, donde una hoja de laurel le lleva por una nube de arena a esa parte del espacio que aún está por descubrir, donde no hace falta llegar a la luna para poder soñar. Qué más da si el olor a tierra espesa y mojada anuncia aguacero de mariposas en el estómago, si la distancia que impone el miedo es tan resistente al desengaño.
Inés con su bolsa de tela, de espaldas al miedo, sus poros hambrientos, sus labios sedientos, su lengua de azúcar; y Blas, su boca discreta, sus ojos gritando, subido a la parra...
Se esfuma el momento.