sábado, 9 de noviembre de 2013

Confesiones de una Lóndoner

Bien, por dónde empezar sino por el principio. Estoy en esa media de población que, aún "presumiendo" de una preparación profesional adquirida, sigue (salvo el nombre) carente de algo propio, si acaso los apellidos. Treinta años, toda una vida dedicada al estudio, toda una vida preparándote para dedicarte a todo aquello que concierne y se aísla del trabajo forzoso sin una retribución convergente. Y al final, lo más curioso de todo, es que esa lucha por no caer en esa zanja en la que se ha derramado tanto sudor y sufrimiento de una generación que vivió para y por sus padres así como para sus hijos, ha sido en vano.

Te diría que soy psicóloga si pudiera, pero hasta el momento sólo puedo decir que soy licenciada en psicología por la Universidad de Jaén. Espero en unos años poder decir que vivo de mi profesión sin que ello signifique estar lejos de la familia, pero... tiempo al tiempo.

Me he pasado la vida estudiando, sí, pero no va conmigo esa frase calificativa de "no dar palo al agua", a pesar de haber gozado del privilegio de pertenecer a esa lechigada estudiantil, puedo decir que he tenido diferentes trabajos durante los veranos para poner mi granito de arena en el monedero familiar. A quién no le suena eso de embuchar berenjena en "Los Calzado", o el "cigarro de las doce" en la oliva más cercana mientras las parras te miran de reojo cargadas de uva verde o tinta, o pinchar sin destrozar la cebollita en vinagre de las banderillas de Las Conservas Castro... Recuerdo que mi primer sueldo fue de unas nueve mil pesetas, pelando cebollas, un verano que contaba trece años en mi DNI. Sí, he trabajado en muchos sitios, pero poco tiempo, por tanto aprendiz de mucho, maestro de nada.

Me aventuré este verano a distribuir panfletos por Bolaños y pueblos de alrededor, anunciando la posibilidad de llevar a cabo terapia psicológica a domicilio, pero como cabía esperar nadie llamó. Unos meses encerrada en casa, viendo como las ofertas del InfoJob y similares se iban apagando y la suma de solicitantes engordando. Así, un día, la providencia con forma de mujer (maravillosa, por cierto) me ofreció, además de su confianza y apoyo, la posibilidad de venir a Londres a buscarme la vida y vivir nuevas experiencias.

Imagínate, gracias a la ineficaz educación en idiomas que nos proporcionan en España, y además de los diez años que llevaba sin tocar el inglés, me vine a Londres con la esperanza de sobrevivir al vuelo sola, y a la llegada al nuevo mundo con frases prácticamente recortadas de un libreto en miniatura de cincuenta hojas, lo justo para ser educado y dar los buenos días, pedir un favor y cuatro palabras más y mal pronunciadas. Aún así, llegué en pleno Enero, con las rebajas en forma de "recortes" en mi bolsillo (lo que viene siendo ni un remedio), encontré trabajo a los once días de estar aquí. Recuerdo que me hablaba la manager sobre el puesto y yo no me enteraba absolutamente de nada, y después de tratar de repetirme una y mil veces lo mismo y yo no entender nada, me dijo: "Mira, haremos una cosa, ve con ese chico que te enseñe el trabajo y el recorrido, cuando vuelvas, si te sigue interesando el trabajo entonces hablamos", y por supuesto accedí. El trabajo consistía en ir con una bici con un carro y vender en distintas oficinas bocadillos, bebidas, bolsas de patatas y chocolates. Sí, vi el recorrido, algo que en un principio me pareció sumamente fácil porque estuve haciendo el "training" durante tres días acompañada don el chico. La cosa cambió cuando, en lugar de tirar únicamente de mí misma, se le sumó el peso del cajón con las cajas de comida y el "trolley", además de intentar no cambiarme de forma automática al carril de la derecha. Qué locura de día,  completamente perdida en todos los sentidos, sin tener la menor idea del valor de los peniques, ni del idioma, ni de si mi saludo spaninglish era más o menos comercial al entrar a las oficinas, y no hablemos de hacer el recuento a la vuelta, en el almacén de los productos vendidos para hacer después el pedido, imaginando en inglés sin parar de soñar en español. La nieve, la lluvia, el gélido viento del invierno, me estuvieron acompañando, junto a las agallas y la toalla que no se tira durante algo más de tres meses, hasta que me lesioné las rodillas y los brazos de arrastrar tanto peso.

He rondado en diferentes trabajos desde que llegué, dando rienda suelta al cultivo del arte de movimiento de muñeca mientras le saco brillo a un escritorio, un váter o una ducha; hasta cómo poner a dos dedos exactos del borde de la mesa los "chopsticks" mientras la salsa de soja se almacena en la despensa; o sirviendo café en una agencia de viajes árabe, o sirviendo copas para gente que viene con sus mejores galas a exigirte que tiene el derecho de ser atendido el primero mientras la barra se pone patas arriba. Pero sin duda alguna, el trabajo que más me ha marcado ha sido el que hice con la bici, que me ha hecho valorar, entre otras cosas, la importancia y el valor del optimismo, ver cómo te salen heridas en las manos del frio, ver como la nieve te cala hasta los huesos mientras una lágrima se congela en el lacrimal y te recuerda que todavía te quedan fuerzas para seguir adelante, una vez más.


¿Sabes? Una empieza a plantearse ciertas cosas cuando se ve envuelta en situaciones que no hubiera imaginado ni aunque te juren que van a pasar. Nunca imaginé que dormir en una cama individual fuera un tesoro, o que coger algún que otro sándwich de la papelera de la oficina fuera algo tan normal para llevarse a la boca, o que el cuerpo se adaptara a distintos horarios de trabajo de forma tan radical, o que el tiempo meteorológico pueda ser tan horrible pero tan insignificante a la vez que ni te plantees que el gélido frío pueda ser un problema para salir a lucha; porque no hay oponente más pernicioso en una guerra que tú mismo contra tus propias limitaciones. Te das cuenta por momentos cuán difícil es creerte cada día que eres capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa tan tonta como ir a un restaurante a dejar tu curricúlum (no sin antes haberte estudiado de memoria esa frase: “Good morning, i am looking for a job, can i leave my cv, please?”, y antes de siquiera pisar el escalón que te abre las puertas de las nuevas oportunidades, te tropiezas con tu cobardía y tu sentido del ridículo y te das la vuelta convencido de que en el próximo restaurante no te pasará lo mismo, que al menos serás capaz de pasar a dejarlo.

No sé aún cuando volveré a España, aún me quedan demasiados asuntos pendientes aquí conmigo misma. Sigue bailando en mi cerebro cierta frase que me acompaña (no siempre fiel) desde que aterricé en este país: “I can do it”, me gustaría que la frase cobrara sentido hasta el punto de que dejara de ser una idea y se convirtiera en un hecho.

Londres, la ciudad de las oportunidades, la ciudad más cosmopolita que han acertado a ver mis ojos hasta ahora. La ciudad que no conoce extranjeros, que simplemente los cobija y los atrapa. Distintos colores, olores, lenguajes, visiones, culturas, religiones, ideas… Todo un caldo de cultivo cultural que se va extendiendo de tal forma y hasta tal punto, que se podría vivir aquí sin tan siquiera dominar el idioma. Ya no es tan extraño ir por cualquier calle y cruzarte con un grupillo de españoles, y por supuesto cuando eso pasa es inevitable esbozar una sonrisa y acordarte de tu tierra. Pero me gusta esa sensación, esa sensación tan curiosa que tienes cuando estás en un país extranjero y para entender una conversación debes prestar atención, porque eso también significa que de no hacerlo…eres libre de no hacerlo. Hasta ese punto eres libre, hasta el punto de no tener por qué entender algo si no quieres. En tu país natal esa sensación es imposible de experimentar, porque quieras o no, y sin prestar el más mínimo de atención, te ves envuelto en conversaciones ajenas aunque ni siquiera participes. Pero aquí, aquí solo tú eliges cuando quieres desconectar o cuando te quieres involucrar, ya sea de forma pasiva o activa. Tal vez sea eso mismo lo que más he experimentado desde mi llegada: Libertad, y casi me atrevo a decir también: Tolerancia.

Muchos somos los que hemos salido de nuestra madre tierra, dejando nuestras familias a la espera de volver a vernos; muchos son los que se ven obligados a permanecer en un país que no te acoge con facilidad en demasía. Somos pocos los que vemos esta “obligación de partida” como una gran oportunidad de desarrollo, somos pocos los que sentimos que el mundo no empieza ni acaba en una ciudad o en una persona, sino que se dilata hasta el punto ese que llaman infinito, somos pocos los que tenemos un hambre voraz de comernos el mundo. Y entre esos pocos que no se quejan sino que luchan, que no abandonan sino que se levantan, entre esos pocos…estoy yo.

¿Cómo está siendo esta experiencia? Creo que podría definirla en una sola palabra, aunque por supuesto siempre me quedaré corta: Increíble.