La bobina de lana se le deshace entre los dedos mientras cuenta hasta diez de forma aleatoria. Del uno al tres, volviendo al dos para pasar al cuatro; de nuevo vuelve al tres hasta saltar al seis, y de un salto saltamontés llegar al cuatro para llegar al cinco; y así sucesivamente, hasta llegar al décimo punto en que enreda los dos colores para formar uno sólo.
Lo ha visto mil veces, y aún así cree sentirse principiante cada vez que comienza de cero a elaborar un encargo. "Mecequita, si se pinta no se quita" dice a modo de carraspeo, dando por sentado, que los demás han de entender qué demonios significa. Pero es la única frase que solemos escuchar de su boca desde hace no menos de catorce años, aparte claro, de sus cuentas aleatorias hacia atrás.
El aceite singer impregnan siempre el contexto de su habitación luminosa y grisácea. Su mirada perdida entre cortinas transparentes que bañan de luz asmática los ácaros de su colchón, sólo parece cobrar sentido cuando alguien le hace una minúscula muestra de afecto, entonces te mira y carraspea: "Mecequita, si se pinta no se quita", y de nuevo vuelve a su estado de cómputo: uno, tres, dos, cuatro, tres, seis, cuatro, cinco, siete,...
Virginia y yo sólo nos llevamos tres años de diferencia. Ella aun siendo más joven, tenía "maneras" (como decían mis tías) de artista, esa gracia fresca que además de la más hermosa le hacía parecer más madura. Le gustaba pintarse la cara de negro azabache, los labios de carmín intenso, y cantar al son de los grillos canciones de Chaka Khan, Diana Ross, o Patty La Belle. Los vestidos de vuelo, de tela fina y estampados florales; el olor a canela, lavanda y a a mierda de las gallinas. Ese era nuestro escenario, el mismo en el que ella tenía para exhibir sus encantos de mujer a medio hacer.
Yo no recuerdo la última vez que la vi sonreír. Espera, ¡sí! Ya me acuerdo. Estábamos en el campo. Como todos los veranos, la tía Clarisa nos invitaba por su cumpleaños a tomar limonada y dulces caseros, en su chalet. Recuerdo perfectamente aquel momento, en que Sergio se acercó con una margarita peculiar, se arrodilló ante ella y se pronunció: "¿Ves, Mecequita? le he quitado todos los "No", así que...ya no te quedará más remedio que decirme que SÍ". A todos los allí presentes nos dio un ataque de risa, menos a ella, que con una tímida y amplia sonrisa, recogió su margarita y se la plantó en el pelo (no sin antes, devolver lo que fue... su primer beso). Yo era una simple observadora, una testigo más de aquella preciosa, fresca y última sonrisa.
Sóliamos jugar a "la langosta buceadora". Era un juego estúpido a decir verdad. Cuatro de nosotros nos metíamos a la piscina, por la parte que no cubría el agua más allá de la cintura; en fila india nos poníamos uno detrás del otro con las piernas abiertas. El que estaba fuera tenía que coger carrerilla y pegar un salto desde el borde de la piscina y pasar por debajo de nuestras piernas arqueadas. Ganaba quien daba el salto más espectacular, sumando más puntos si aguantaba más tiempo debajo del agua. Sergio tenía la manía de pintar la puntuación en el suelo de cemento que había cerca de los bancos de madera, juntos a los columpios, a tres o cuatro metros de la piscina. Victoria siempre se enfadaba porque luego su madre le regañaba al ver las marcas de tiza por todas partes. Y entonces él se justificaba diciendo "Mecequita, si se pinta no se quita", mientras (en secreto) le pellizcaba un cachete del culo.
Dieciocho de Julio, treinta y tres grados centígrados a la sombra, y los restos de agua servían de picadero a unas cuantas hormigas con las patas para arriba que parecían ahogarse. Las seis y cuarto de la tarde, lo recuerdo. La tia Clarisa había dejado una bandeja con sándwiches de nocilla y una jarra de limonada sobre la mesa, tapada con servilletas de papel para que las moscas y las avispas no se apoderaran de la merienda, y ya empezaba a contar hasta diez para que saliéramos del agua. El tío Jacinto, para dejarnos disfrutar más del agua, se ofrecía voluntario para contar, y como estrategia, siempre contaba de forma alternativa, saltándose números; así que llegar a diez era casi como contar hasta cien. Ya íbamos a salir del agua, cuando Sergio le pidió a Victoria que hiciera el último salto de langosta buceada, pues quería presenciar una vez más el baile retozón de sus pechos a medio hacer. Todos estábamos dentro de la piscina. Esta vez, Victoria quería hacer su mejor salto para ganar y no perder la costumbre de llevarse los cinco duros que todos poníamos como fondo en la tacita del nescafé. Le encantaba impresionar a Sergio, así que siempre se iba hacia atrás, lo más que podía, para coger mucha carrerilla y tomar impulso para el salto. Como siempre, así lo hizo, lo que cambió fue su salto, y con él el desenlace de lo que parecía una tarde más de ahogadillas, empujones, saltos de delfín y disputas por los puntos. Saltó hacia atrás, intentando hacer una voltereta en el aire.
Del resto de la tarde tengo vagos recuerdos, mi tío sacando a Victoria inconsciente del agua, mi tía gritando, mis primos llorando, y Sergio en la escalera de la piscina completamente inmóvil y con la margarita de un único pétalo mojada en la mano. El pétalo que le dejó en el banquillo del hospital esperando, el pétalo que le permitió seguir adelante con su vida mientras Victoria (entre tinieblas) se alejaba más y más de la suya propia, el pétalo que al final le dijo no.