Bien, por dónde empezar sino por el principio. Estoy en esa media
de población que, aún "presumiendo" de una preparación profesional
adquirida, sigue (salvo el nombre) carente de algo propio, si acaso los
apellidos. Treinta años, toda una vida dedicada al estudio, toda una vida
preparándote para dedicarte a todo aquello que concierne y se aísla del trabajo
forzoso sin una retribución convergente. Y al final, lo más curioso de todo, es
que esa lucha por no caer en esa zanja en la que se ha derramado tanto sudor y
sufrimiento de una generación que vivió para y por sus padres así como para sus
hijos, ha sido en vano.
Te diría que soy psicóloga si pudiera, pero
hasta el momento sólo puedo decir que soy licenciada en psicología por la
Universidad de Jaén. Espero en unos años poder decir que vivo de mi profesión sin que ello signifique estar lejos de la familia, pero...
tiempo al tiempo.
Me he pasado la vida estudiando, sí, pero no va
conmigo esa frase calificativa de "no dar palo al agua", a pesar de
haber gozado del privilegio de pertenecer a esa lechigada estudiantil, puedo
decir que he tenido diferentes trabajos durante los veranos para poner mi
granito de arena en el monedero familiar. A quién no le suena eso de embuchar
berenjena en "Los Calzado", o el "cigarro de las doce" en
la oliva más cercana mientras las parras te miran de reojo cargadas de uva
verde o tinta, o pinchar sin destrozar la cebollita en vinagre de las
banderillas de Las Conservas Castro... Recuerdo que mi primer sueldo fue de
unas nueve mil pesetas, pelando cebollas, un verano que contaba trece años en
mi DNI. Sí, he trabajado en muchos sitios, pero poco tiempo, por tanto aprendiz
de mucho, maestro de nada.
Me aventuré este verano a distribuir panfletos
por Bolaños y pueblos de alrededor, anunciando la posibilidad de llevar a cabo
terapia psicológica a domicilio, pero como cabía esperar nadie llamó. Unos
meses encerrada en casa, viendo como las ofertas del InfoJob y similares se
iban apagando y la suma de solicitantes engordando. Así, un día, la providencia
con forma de mujer (maravillosa, por cierto) me ofreció, además de su confianza
y apoyo, la posibilidad de venir a Londres a buscarme la vida y vivir nuevas
experiencias.
Imagínate, gracias a la ineficaz educación
en idiomas que nos proporcionan en España, y además de los diez años que
llevaba sin tocar el inglés, me vine a Londres con la esperanza de sobrevivir
al vuelo sola, y a la llegada al nuevo mundo con frases prácticamente
recortadas de un libreto en miniatura de cincuenta hojas, lo justo para ser
educado y dar los buenos días, pedir un favor y cuatro palabras más y mal pronunciadas.
Aún así, llegué en pleno Enero, con las rebajas en forma de
"recortes" en mi bolsillo (lo que viene siendo ni un remedio),
encontré trabajo a los once días de estar aquí. Recuerdo que me hablaba la
manager sobre el puesto y yo no me enteraba absolutamente de nada, y después de
tratar de repetirme una y mil veces lo mismo y yo no entender nada, me dijo:
"Mira, haremos una cosa, ve con ese chico que te enseñe el trabajo y el
recorrido, cuando vuelvas, si te sigue interesando el trabajo entonces hablamos",
y por supuesto accedí. El trabajo consistía en ir con una bici con un carro y
vender en distintas oficinas bocadillos, bebidas, bolsas de patatas y
chocolates. Sí, vi el recorrido, algo que en un principio me pareció sumamente
fácil porque estuve haciendo el "training" durante tres días
acompañada don el chico. La cosa cambió cuando, en lugar de tirar únicamente de
mí misma, se le sumó el peso del cajón con las cajas de comida y el
"trolley", además de intentar no cambiarme de forma automática al
carril de la derecha. Qué locura de día, completamente perdida en todos
los sentidos, sin tener la menor idea del valor de los peniques, ni del idioma,
ni de si mi saludo spaninglish era más o menos comercial al entrar a las
oficinas, y no hablemos de hacer el recuento a la vuelta, en el almacén de los
productos vendidos para hacer después el pedido, imaginando en inglés sin parar
de soñar en español. La nieve, la lluvia, el gélido viento del invierno, me
estuvieron acompañando, junto a las agallas y la toalla que no se tira durante
algo más de tres meses, hasta que me lesioné las rodillas y los brazos de
arrastrar tanto peso.
He rondado en diferentes trabajos desde que
llegué, dando rienda suelta al cultivo del arte de movimiento de muñeca
mientras le saco brillo a un escritorio, un váter o una ducha; hasta cómo poner
a dos dedos exactos del borde de la mesa los "chopsticks" mientras la
salsa de soja se almacena en la despensa; o sirviendo café en una agencia de
viajes árabe, o sirviendo copas para gente que viene con sus mejores galas a
exigirte que tiene el derecho de ser atendido el primero mientras la barra se
pone patas arriba. Pero sin duda alguna, el trabajo que más me ha marcado ha
sido el que hice con la bici, que me ha hecho valorar, entre otras cosas, la
importancia y el valor del optimismo, ver cómo te salen heridas en las manos
del frio, ver como la nieve te cala hasta los huesos mientras una lágrima se
congela en el lacrimal y te recuerda que todavía te quedan fuerzas para seguir
adelante, una vez más.
¿Sabes? Una empieza a plantearse ciertas cosas cuando
se ve envuelta en situaciones que no hubiera imaginado ni aunque te juren que
van a pasar. Nunca imaginé que dormir en una cama individual fuera un tesoro, o
que coger algún que otro sándwich de la papelera de la oficina fuera algo tan
normal para llevarse a la boca, o que el cuerpo se adaptara a distintos
horarios de trabajo de forma tan radical, o que el tiempo meteorológico pueda
ser tan horrible pero tan insignificante a la vez que ni te plantees que el
gélido frío pueda ser un problema para salir a lucha; porque no hay oponente
más pernicioso en una guerra que tú mismo contra tus propias limitaciones. Te
das cuenta por momentos cuán difícil es creerte cada día que eres capaz de
hacer cualquier cosa, cualquier cosa tan tonta como ir a un restaurante a dejar
tu curricúlum (no sin antes haberte estudiado de memoria esa frase: “Good
morning, i am looking for a job, can i leave my cv, please?”, y antes de
siquiera pisar el escalón que te abre las puertas de las nuevas oportunidades,
te tropiezas con tu cobardía y tu sentido del ridículo y te das la vuelta
convencido de que en el próximo restaurante no te pasará lo mismo, que al menos
serás capaz de pasar a dejarlo.
No sé aún cuando volveré a España, aún me quedan demasiados
asuntos pendientes aquí conmigo misma. Sigue bailando en mi cerebro cierta
frase que me acompaña (no siempre fiel) desde que aterricé en este país: “I can
do it”, me gustaría que la frase cobrara sentido hasta el punto de que dejara
de ser una idea y se convirtiera en un hecho.
Londres, la ciudad de las oportunidades, la ciudad más
cosmopolita que han acertado a ver mis ojos hasta ahora. La ciudad que no
conoce extranjeros, que simplemente los cobija y los atrapa. Distintos colores,
olores, lenguajes, visiones, culturas, religiones, ideas… Todo un caldo de
cultivo cultural que se va extendiendo de tal forma y hasta tal punto, que se
podría vivir aquí sin tan siquiera dominar el idioma. Ya no es tan extraño ir
por cualquier calle y cruzarte con un grupillo de españoles, y por supuesto
cuando eso pasa es inevitable esbozar una sonrisa y acordarte de tu tierra.
Pero me gusta esa sensación, esa sensación tan curiosa que tienes cuando estás
en un país extranjero y para entender una conversación debes prestar atención,
porque eso también significa que de no hacerlo…eres libre de no hacerlo. Hasta
ese punto eres libre, hasta el punto de no tener por qué entender algo si no
quieres. En tu país natal esa sensación es imposible de experimentar, porque
quieras o no, y sin prestar el más mínimo de atención, te ves envuelto en
conversaciones ajenas aunque ni siquiera participes. Pero aquí, aquí solo tú
eliges cuando quieres desconectar o cuando te quieres involucrar, ya sea de
forma pasiva o activa. Tal vez sea eso mismo lo que más he experimentado desde
mi llegada: Libertad, y casi me atrevo a decir también: Tolerancia.
Muchos somos los que hemos salido de nuestra madre tierra,
dejando nuestras familias a la espera de volver a vernos; muchos son los que se
ven obligados a permanecer en un país que no te acoge con facilidad en demasía.
Somos pocos los que vemos esta “obligación de partida” como una gran
oportunidad de desarrollo, somos pocos los que sentimos que el mundo no empieza
ni acaba en una ciudad o en una persona, sino que se dilata hasta el punto ese
que llaman infinito, somos pocos los que tenemos un hambre voraz de comernos el
mundo. Y entre esos pocos que no se quejan sino que luchan, que no abandonan
sino que se levantan, entre esos pocos…estoy yo.
¿Cómo está siendo esta experiencia? Creo que podría definirla
en una sola palabra, aunque por supuesto siempre me quedaré corta: Increíble.